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Quien a hierro mata…

 

Francisco Pomares

 

Andres Martín, concejal de Fiestas con la ex alcaldesa Patricia Hernández, será juzgado por prevaricación el próximo miércoles en la Audiencia Provincial. La fiscalía pide 12 años de inhabilitación para el concejal, actualmente en la oposición, por la tramitación de varios contratos del Carnaval de 2020. En concreto, se le acusa de adjudicar hasta 21 menores por un total de 227.000 euros, recurriendo a ilegalidades como el fraccionamiento de contrato y otras trampas y atajos. No conozco personalmente a Martín, no recuerdo haber hablado con él jamás, pero yo no creo que sea un sinvergüenza, ni que haya que empalarlo o cortarle la mano izquierda por haber prevaricado, aunque la palabra sea muy fuerte. Creo que el hombre se retrasó en la preparación de los expedientes del Carnaval –es frecuente en los expedientes de inicio de mandato, y luego se las vio y deseó para poder hacer las cosas en tiempo y forma.

 

Los controles cada vez más severos y exigentes para adjudicar cualquier obra o servicio público –resultado de las acusaciones cruzadas que se intercambian los políticos-, han convertido la contratación en una suerte de calvario administrativo, una escalada riesgosa y casi imposible de sortear, en la que –además- los funcionarios no ayudan precisamente. Supongo que están escarmentados por años de purgar con sus carreras y sus bienes el haber intentado hacer las cosas que se les pedían, y se protegen hasta el paroxismo. Hoy es un dolor conseguir gastar con diligencia el dinero público y se devuelven enormes cantidades del presupuesto sin llegar a ejecutarlo. Ocurre porque nadie quiere arriesgarse a gestionar licitaciones complejas. Por eso la contratación es hoy el imperio de los menores: la reducción de las cantidades que se pueden adjudicar con cierta liberalidad –ahora son hasta 15.000 euros, cuando hace unos años eran 18.000-, provoca que el ejercicio más frecuente para contratar con la administración sean los encargos que se sitúan casi siempre en un rango ligeramente inferior a los 15.000 euros. Y si el Ayuntamiento necesita una obra que cuesta 44.000 euros, lo que se hace es presentar tres proyectos de menos de 15.000, para evitar complicarse. Habrá quien tenga la jeta de jurar que lo que estoy contando no ese así, pero sí lo es: la Audiencia de Cuentas de Canarias –y las de media España- insisten frecuentemente en sus recomendaciones para evitar este comportamiento, sin duda fraudulento, pero a veces difícil de probar. Hay que pasarse tres pueblos para que la situación cante con claridad, y lo que le ocurrió al concejal Martín es que el tinglado de contratos que se montó canta La Traviata. Debía sentirse el hombre muy presionado para montar una colección de hasta 21 expedientes menores para pagar la factura de las infraestructuras necesarias para inaugurar el Carnaval: las vallas, el escenario, las casetas y camerinos, el cierre perimetral del recinto para los bailes… Probablemente, si no hubiera trampeado así, el Carnaval 2020 no se habría podido celebrar, aunque eso no justifique cometer un fraude.

 

En un mundo político con menos trincheras y frentes abiertos que el nuestro, Martín no sería sometido al linchamiento mediático al que ha sido sometido. Pero el problema es que la política se ha vuelto asquerosamente invivible. La jefa de Martín, la alcaldesa Patricia, se lució durante su corto mandato haciendo denunciar ante los tribunales a sus adversarios y enemigos, acusándoles de hacer trampa, favorecer a colegas y otras historias parecidas. Tiró precisamente de los contratos del Carnaval, porque el objetivo de esas denuncias era señalar el carácter corrupto de la administración anterior, y la capacidad corruptora del dinero de la fiesta. La cosa es que los tribunales no le dieron la razón en ninguna de sus acusaciones. En ninguna. Patricia llenó gratuitamente de porquería el currículo de decenas de personas, sin más motivo que el deseo de hacer daño. Hay algo de justicia poética en que sea precisamente su gestión del Carnaval la que ahora se cuestiona por fraudulenta y prevaricadora.

 

 

Yo no creo que todos los que se dedican a la política sean golfos o ladrones. Estoy convencido de que el concejal Martín creía estar haciendo lo que debía, para evitar que Santa Cruz se enfrentara a un año sin su Carnaval –bastante deslucido, por cierto, por la calima prepandémica-, y también creo que más que favorecer al adjudicatario elegido, lo que quiso Martín –quizá siguiendo instrucciones- era demostrar a los que habían trabajado con la administración de Bermúdez, que hasta aquí se había llegado, que había una sheriff  nueva en la ciudad.

 

Probablemente, Martín será condenado y preterido, porque la maquinaria política es así de perversa, y cuando alguien tropieza con los tribunales, cae en desgracia y se suelen olvidar los servicios que prestó. Yo creo que la responsabilidad política –esa que ya no asume nadie- es de Patricia Hernández, y creo que fue ella la que convirtió el Carnaval, sus contratos y dineros, en un arma arrojadiza contra sus adversarios. No le salió muy bien: ha acabado por cobrarse justo lo que sembró.

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