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Pepe, en la página 2

Francisco Pomares

 

  • Lancelot Digital
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    Se murió Pepe Alemán, el periodista. Fui colega suyo, amigo suyo y –ya en los últimos años- editor de dos de sus mejores novelas: La quimera del islo y Libro de familia. La última vez que estuve con él -apenas el tiempo de un abrazo-, fue cuando le dieron el Premio Canarias de Periodismo, en 2023. Cuando iba a leer el discurso perdió los papeles –literalmente- e improvisó una intervención iconoclasta y demoledora, puro Pepe Alemán. La única ventaja de hacerse viejo es que a uno empieza a darle igual lo que piensen los otros.

     

    Los otros: Pepe clasificaba a los otros eran en dos grupos. Por un lado, estaban ‘todos los otros’, una categoría donde cabían todos menos él, y después estaban los ‘chichas’, una gente astuta, a tratar desde la distancia, siempre dispuesta a ponerse de acuerdo en la defensa de sus intereses, y con una visión de la región que los (gran)canarios –eternamente divididos- no eran capaces de tener. Es curioso que esa idea de Pepe sea un reflejo especular -y por tanto contrario- de lo que piensan los tinerfeños, un modelo que se repite en casi todas partes: murcianos y cartageneros, sevillanos y malagueños, catalanes y madrileños… En realidad, siempre sospeche que Pepe no creía mucho en esa clasificación, pero jamás desperdiciaba la ocasión para enunciarla. Sabía que era bien recibida por su público.

     

    Mantuvo Pepe, desde que yo lo recuerdo, una relación especial con ese público -más cínica que cómplice-, que le permitía escribir exactamente lo que le daba la gana, e incluso cambiar de criterio sin tener que dar explicaciones. Tuvo fortuna de trabajar la mayor parte de su vida en un periódico que le quería, rodeado por gente que le respetaba y a veces hasta le envidiaba, porque era dueño de ese privilegio reservado a unos pocos, que es escribir lo que le daba la real gana.

     

    Probablemente sea la suya la mejor generación del periodismo grancanario: fueron muchos más, pero sólo citaré a Guillermo García-Alcalde, a Ángel Tristán, a Paco Cansino –Pcansi- y a su íntimo Diego Talavera, director de La Provincia y valedor acérrimo de su trabajo.

     

    Un día, debió ser a mitad de los ochenta, Pepe se molestó por algo con alguien –no recuerdo por qué ni con quien fue, aunque estoy seguro de haberlo sabido con detalle- y decidió dejar de escribir. Su tira en la página 2 quedo vacante, cubierta con artículos de relleno, a la espera de que a Pepe se le pasara el cabreo. A la semana o así, el Canarias 7, la competencia, publicó que el domingo siguiente Pepe empezaba a escribir con ellos. Aquello fue como si un meteorito hubiera caído sobre la redacción y la hubiera arrasado. Pepe llevaba en La Provincia desde siempre, era un periodista de la casa, un hombre nuestro, accesible y cercano –todos teníamos su teléfono-, aunque a años luz del resto: él habitaba la página por donde se abría el periódico, “el olimpo donde moran tristanes y alemanes”. Le llamé ese día para intentar convencerle de que repensara su decisión. Me mandó displicentemente a la mierda. “Tu eres tonto, Pomares”, me dijo, “te he dejado el hueco, a ver si lo aprovechas y escribes cosas serias de una vez…”. Esa tarde me llamó Guillermo para decirme que el domingo empezaba en el sitio de Pepe. Protesté, pedí tiempo para pensarlo, monté mi pequeño paripé.  Guillermo me cortó sin contemplaciones: “No seas idiota. El periódico no puede salir el domingo sin una firma en la 2, déjate de tonterías. Y a ver si no nos haces perder lectores, que lo de Pepe nos va a hacer daño”. Confieso que no me alteró descubrir que Pepe y Guillermo tenían de mí exactamente la misma opinión: que era tonto.

     

    Durante el tiempo que Pepe siguió en El Cebadal –no fue mucho- le llamaba con alguna frecuencia para preguntarle como le iba a él y como lo estaba haciendo yo: solía contestarme con sarcasmo que Bien y Mal. Que a él le iba bien, y que yo lo estaba haciendo mal. Pero luego se explayaba en consideraciones y consejos de maestro viejo. A Pepe siempre le gustó hablar, le gustaba el diálogo de acera y esquina, y el de barra de bar, y era tan cotilla como cualquier reportero de redacción.  A veces, cuando yo iba a Las Palmas quedábamos en alguno de sus bares de cámara (era polígamo, pero leal a tres o cuatro barras) para tomarnos una copa. Él un güisqui, invariablemente. Y antes del segundo, ya no quedaba títere vivo: tenía la extraordinaria habilidad de descuartizar a amigos y adversarios sin hacer daño. Era divertido y generoso. Carecía de capacidad para el rencor.

     

     

    Era, obviamente, un periodista de los de antes: desparpajado y juerguista, dicharachero, doctoral y seguro de sí mismo. Comprometido hasta el tuétano con sus verdades y con el tiempo de su isla, culto y leído, a ratos canalla, siempre heterodoxo, un tipo difícil de encasillar, un titán de los dos folios de vellón, de la química de los palabros, de la pasión por la ciudad donde nació y murió, la única pasión que le acompañó toda su vida. La ciudad de la isla quimera. Una ciudad distinta a la de hoy, donde tuve la inmensa suerte de conocerlo y tratarlo.

     

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