Maduro sigue
Por Francisco Pomares
Si algo hay que reconocerle a Maduro es su inigualable habilidad para transformar la tragedia en circo. Con su verbo torcido y su talento natural para el desatino, ha llevado a Venezuela a un estado que oscila entre el drama humanitario y la comedia involuntaria. Uno no sabe si llorar por las penurias de su pueblo o reír sus ocurrencias, hablarle a una vaca como si fuera ministra, que Chávez se le aparezca como canario cantor, o jurar asegurando que fue al futuro y volvió después de ver que todo salía bien.
En un país donde la esperanza se ha convertido en un lujo y la libertad en un recuerdo distante, Maduro se erige como el principal artífice de una de las más grandes tragedias políticas de América Latina. Las elecciones en Venezuela se han transformado en un espectáculo grotesco, una farsa que se repite cada vez que el régimen convoca a las urnas. La manipulación electoral se ha convertido en el principal esfuerzo revolucionario, y el robo de la voluntad popular es norma.
Desde que Maduro asumió el poder tras la muerte de Hugo Chávez en 2013, su gobierno ha utilizado cada herramienta a su disposición para perpetuarse. Las elecciones presidenciales, se han convertido en una farsa. Las de 2024, fueron un clarísimo ejemplo de cómo el régimen ha despojado a los venezolanos de todos sus derechos, empezando por el derecho básico en democracia, que es elegir libremente al Gobierno. Con un Consejo Nacional Electoral completamente alineado con el madurismo, los jueces convertidos en ejecutores de las políticas del régimen, el ejército y la policía entregados al servicio de las políticas postchavistas, las condiciones para que se celebraran unas elecciones creíbles y transparente fueron, desde el principio, una quimera. Aun así, la oposición capitaneada por esa mujer valiente que es la disidente María Corina Machado, a la que se declaró inelegible, logró presentar un candidato creíble que arrasó en todos los estados del país. Maduro reaccionó secuestrando las actas electorales, que se ha negado a presentar, certificando con ello la obviedad de su derrota.
Desde entonces, la represión de las movilizaciones de la oposición se ha convertido en uno de los pilares fundamental de la estrategia de Maduro. Los líderes opositores han sido encarcelados, exiliados y despojados de sus derechos políticos. La persecución sistemática de quienes se atreven a desafiar al régimen ha creado un clima de miedo que pretende silenciar la disidencia y la protesta. En este contexto, las elecciones son un mero trámite, cuyo resultado está cantado. A pesar de ello, la oposición decidió enfrentarse a un adversario que utiliza el poder del Estado y de la revolución para aplastar cualquier posibilidad de cambio. En un país donde la libertad de prensa ha sido prácticamente aniquilada, con los medios independientes cerrados o cooptados, y la información cuidadosamente filtrada, el régimen controla todas las narrativas. En este escenario, millones de venezolanos lograron el milagro de imponer su propio relato.
Lo realmente asombroso es que Maduro haya sido derrotado por su pueblo. Su cruzada por mantenerse en el poder a cualquier precio, ha demostrado que el chavismo venezolano no es otra cosa que un experimento fallido de socialismo tropical. ¿Qué importa que los venezolanos hagan cola durante horas por una bolsa de harina o que tengan que pescar en los ríos para poder comer? Él hambre no desaparece porque él se plante frente a las cámaras, guitarra en mano, y se ponga a cantar rancheras. Maduro actúa como un personaje de telenovela: el tirano bonachón, el caudillo que habla como el vecino del barrio, pero gobierna como un emperador romano. No hay decreto, discurso o programa que no termine con un chiste. ¿Qué otro que no fuera Maduro más podría decir con absoluta seriedad que Venezuela tiene “los mejores mangos del mundo” mientras su país se desmorona? Y ahí está Maduro, repartiendo bonos que no alcanzan para comprar una cebolla, hablando de conspiraciones galácticas, y asegurando que “el imperialismo nunca vencerá”. Los delirios del mandatario, reverberan en el séquito de aduladores que lo rodea, atrapados en una ópera bufa sin final. Sus tiralevitas (tropicales, monederos o leoneses) aplauden sin rubor sus divinas revelaciones, mientras el planeta asiste perplejo al espectáculo, y el pueblo de Venezuela malvive en un país donde el hambre se enseñorea, nada funciona, y el terror impone su oscuridad.
En Canarias, donde la crisis venezolana nos toca de cerca por los miles de compatriotas que arriban buscando refugio, no podemos evitar sentir una mezcla de rabia y vergüenza ajena. Porque la tragedia de Venezuela no es solo el resultado de este líder incompetente, sino de un sistema que confunde revolución con demagogia, resistencia y represión. Seguirá Maduro aferrado algún tiempo más al poder, cual náufrago a un madero, mientras su país se ahoga en sangre y sufrimiento. Si algo nos enseña la Historia es que los dictadores y caudillos pasan, pero el desastre que dejan tras de sí, tarda generaciones en desaparecer…