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La receta del desastre

Francisco Pomares

 
Las políticas económicas basadas en gastar sin medida tienen un atractivo inmediato: permiten vender progreso y bienestar sin que, en apariencia, nadie tenga que pagar la factura. Pero, lo sabe hasta el más tonto, todo lo que se gasta sale de algún lado, aunque reconocerlo implique admitir que la pasta no cae del cielo. Y eso no da votos. Por desgracia la democracia se lleva mal con la contención fiscal. Hace ya años que las administraciones viven instaladas en una suerte de realidad paralela, donde el dinero público parece infinito, la deuda no importa, y la preocupación por los compromisos económicos de futuro se evapora mágicamente.

 

El último ejemplo de esta política suicida lo encontramos en la gestión presupuestaria de un Gobierno decidido a seguir inflando el gasto como si el déficit fuera una anotación contable sin consecuencias.  Pero la expansión del sector público roza lo insostenible. Como las promesas de ayudas y subvenciones que se reparten a manos llenas, como si no hubiera un mañana. No es que no hagan falta, o que sean injustas o inútiles, es que el nuestro es en un país cuya deuda pública no para de crecer y que sigue dependiendo de la financiación externa para mantenerse a flote. Nos gastamos un dinero que no tenemos, que pedimos prestado, y que acabarán pagando los que vengan detrás. La incoherencia es evidente cuando se analizan las decisiones económicas más recientes. Predican la responsabilidad fiscal, mientras se aprueban gastos que carecen de respaldo real en la recaudación. Se habla de control del déficit, pero cada año aumenta más el diferencial entre gastos e ingresos. Y encima se presenta como un logro lo que no es otra cosa que una imposible huida hacia adelante. Mientras los ciudadanos se aprietan el cinturón, el Estado se da el lujo de seguir despilfarrando a la espera de que el crecimiento lo arregle todo.

 

La historia económica nos ha enseñado que la receta del gasto diferido nunca funciona. Cuando un país gasta sistemáticamente por encima de sus posibilidades, llega un punto en el que las cuentas no cuadran y la única salida es el ajuste drástico. Ya lo vivimos en la última crisis, cuando las mismas administraciones que hoy tiran el dinero se vieron obligadas a aplicar recortes brutales. Pero, al parecer, la memoria de nuestros Gobiernos en corta como la de los peces. No aprendimos la lección de la gran crisis de 2008, y durante el Covid asumimos el riesgo de un gasto desbordado, porque era eso o dejar que la gente muriera de hambre, además de hacerlo por el virus. Pero cuando la pandemia pasó, hemos seguido igual –o peor- y ahora nos preparamos para cargar también al futuro la deuda de los gigantescos gastos en seguridad y defensa que vamos a tener que afrontar en los próximos años.

 

Se trata de un modelo que se basa en la irresponsable creencia de que el dinero público no tiene dueño. Se suben impuestos para alimentar una maquinaria burocrática cada vez mayor, pero cuando se necesita un ajuste, la carga siempre recae sobre las empresas, los autónomos, los funcionarios y empleados. Mientras tanto, los gestores del gasto nunca asumen responsabilidades. Si las cosas van mal, la culpa es de la coyuntura internacional, de la oposición o de cualquier otro factor externo, pero nunca de quienes deciden. Y esta mentalidad del derroche no sólo afecta a las cuentas públicas, también tiene consecuencias en el tejido productivo. Cuando se incentiva un modelo basado en subsidios y ayudas indiscriminadas, se desincentiva la inversión privada y la creación de empleo. En lugar de promover una economía competitiva y sostenible, se fomenta la dependencia del Estado como único motor de crecimiento. Y esa es la receta perfecta para el estancamiento y la crisis.

 

No niego la extraordinaria importancia del gasto público, ni se trata de recortar servicios esenciales, sino de aplicar un mínimo de equilibrio y sensatez en la gestión de los recursos. La deuda pública es un recurso de política económica basado en la amortización presupuestaria de las grandes infraestructuras en varias anualidades. Así comenzó: como una herramienta razonable, si se usa con criterio. Pero pagar al personal o las políticas asistenciales con cargo a la deuda es lisa y llanamente un suicidio. Un gobierno responsable no es el que gasta más, sino el que administra lo que tiene, protegiendo el futuro.

 

Ismael Clemente, consejero delegado de Merlin Properties, una de las grandes inmobiliarias, insistió ayer en la tesis de que el crecimiento económico de España no es saludable. Y no lo es porque se basa en un gasto público superior a los ingresos nacionales, y eso produce deuda y déficit. “Crecer a un tres por ciento con un déficit público del cuatro por ciento del PIB no es sostenible. Se está creciendo a costa de las futuras generaciones”, ha dicho. Ojalá lo diga más gente y el Gobierno escuche y frene. Porque estamos robando a nuestros hijos y nietos, cargando nuestro bienestar inmerecido sobre su futura pobreza inducida. Les robamos el futuro.

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