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El retorno de Franco

Francisco Pomares

 

  • Lancelot Digital
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    Manifestación de apoyo a Franco en la Plaza de Oriente de Madrid, en 1970. Detrás de FRanco y su mejer, el entonces príncipe de España.

    Cuando murió Franco, yo tenía dieciocho años recién cumplidos, y la sensación -familiarmente alentada- de estar viviendo la representación de un acontecimiento singular, que no era la muerte del general, sino el profundo y silencioso estupor de la nación ante su ausencia. Cuando se tienen dieciocho años, se vive con un concepto egoísta de la Historia: se piensa que la Historia circula en torno a uno mismo, y que se pueden robar los espacios perdidos del tiempo y la memoria y archivarlos para uso privado. Aquel amanecer sosegadamente tenso de un 20 de noviembre, entre las calles recogidas y vacías, experimenté la certeza de que, por encima de cualquier otra razón biológica o clínica, Franco había muerto para que yo pudiera sentir cómo mis dieciocho años se agigantaban en un instante de reflexión sobre la historia de España.

     

    Han pasado medio siglo desde entonces, y con el anuncio de los fastos sanchistas para celebrar la muerte de Franco, he vuelto a recordar con ternura aquella sensación escalofriante de protagonismo anónimo, aquel instante forzado de madurez improvisada, para descubrir que en todo este tiempo mi generación –la que se hizo adulta en los años siguientes- ha estado ausente del debate sobre el hombre y su régimen, dejando que sean los que vivieron el esplendor y las miserias de la dictadura, o quienes nacieron después (y sólo saben de aquellos años lo que les han contado), el papel de intérpretes del pasado nacional.

     

    Y era lógico que así sucediera: nosotros, los que acabábamos de entrar en la Universidad cuando murió Franco, aprendimos a odiar a Franco y el franquismo en las trastiendas universitarias, para pasar luego a ignorarlo decididamente, convencidos de su inutilidad histórica y de su mediocridad política. Después, la moda de la tolerancia se instaló en algún lugar de nuestras conciencias, y decidimos juzgar al franquismo con una voluntad de comprensión artificial y deudora del esteticismo intelectual que entonces se vendía en los mercados culturales. Más tarde llegó la interpretación sesgada de la Memoria, y más tarde aún el desentierro del cadáver y la resurrección política de Franco para calentar la confrontación entre españoles a los que Franco ya les daba igual.

     

     

    Y ahora, mientras Franco y su régimen están siendo objeto de un revival impostado en el calendario, la última generación del franquismo, la más distanciada de su origen y de su desarrollo, pero tan receptora de su herencia como cualquier otra, ha guardado silencio en la ceremonia de los recuerdos. Pero los recuerdos existen. He revisado mis propios recuerdos con la seguridad de partida de no encontrar en ellos más que la rabia por aquellas cinco últimas ejecuciones, y el nombre de Franco repetido como una calumnia en las reuniones políticas de mi primera juventud. Lo más curioso es que, cuanto más me acerco a la figura del dictador, más confusión y alerta me produce la dualidad de mi reflexión, entre la atracción por ese período de la historia de España que fue Franco, y el rechazo a lo que él representó. Quizá la única explicación posible a esa dualidad sorprendente, esté en la convicción de que intentar analizar a Franco, aún desde la distancia de este medio siglo que parece un siglo, no es tarea que pueda emprenderse con desapasionamiento: por mucho que se objetive ese análisis, por mucho que puedan justificarse ciertas actuaciones del régimen y de sus hombres, por mucho que se evite ignorar los aciertos de Franco y sus políticas, hay una especie de barrera -quizá la misma que él impuso entre sí mismo y la sociedad española- entre los resultados históricos de su larguísimo mandato y la sensación de que esos resultados habrían sido los mismos o muy parecidos, sin la necesidad de cuatro décadas de asfixia. Porque la continuidad de la obra política del franquismo no dependía sólo de lo que Franco quiso dejar “arado y buen atado”. Igual que a la España de la guerra le sucedió la de la autarquía, y a ésta la del desarrollo, a la España del desarrollo tenía que sucederle la de las libertades. No fue casualidad ni error de cálculo que su sucesor, el Rey que Franco designó después de treinta años de ambigüedad calculada, no siguiera sus pasos. El gran corrimiento social que arrasó con la voluntad orgánica del franquismo durante la Transición, estaba cantado por la sociedad de funcionarios y clases medias del Régimen, al menos cinco años antes de la muerte de Franco. Franco no se dio cuenta, hasta el final creyó en la totalidad de su obra y en su pervivencia. Había dejado de conocer el país, no entendió que alguna de las realidades de la nación, cada día más variables y complejas, más modernas, discurrían al margen de él mismo. Y es entonces cuando su divorcio de la España que legaría en herencia a los socialistas, se hace más patente.

     

    Ya entonces, Franco había empezado a morir. Y con él, moría también el franquismo social, y arrancaba la Transición. Esa misma Transición que estos fastos del óbito quieren hurtar a la España actual. Para quitarnos la construcción social de la libertad, y dejarnos con los huesos de un dictador muerto en su cama.

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