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Tan sólo una niña

Juani Alemán Hernández

 

 

El camino se hacía arduo e insufrible. 

 

Necesitaba avanzar un poco más y ya podría alcanzar la carretera.  

 

Soñaba con este día y, por fin, había llegado. 

 

Me dolían los pies y tenía hambre. 

 

Pensaba en el olor a vainilla de las natillas que mi madre hacía cada sábado… ¡Cómo me hubiera gustado estar allí en ese momento! 

 

El frío y la poca comida siempre serían mejores que permanecer en aquel lúgubre orfanato con olor a palabras mal sonantes, sabor a tristeza y abrazos de miedo.

 

Echaré de menos a Olia, pero necesito tener una vida digna y poder dormir en una cama, donde nadie me despierte de madrugada para castigarme. 

 

Como cualquier niño, merezco un beso y un abrazo… Y no creo que sea mucho pedir.

 

La carretera ya se veía. Mis fuerzas flaqueaban, pero lo conseguiría. 

 

Ya no tenía miedo. 

 

Se escuchaba el sonido de la lluvia cada vez con más intensidad y el frío se iba apoderando de mí, pero solo pensaba en el calor humano que podría conseguir sino desistía. 

En la cabeza retumbaba mi propio nombre con aquel duro acento y tanta frialdad: «Norah, haz esto. Norah haz lo otro» 

Tantos días en los que me hubiera gustado poder ver las estrellas con mamá y sentir mi pecho apoyado en su regazo, donde nuestros corazones latirían al unísono. 

Aún recuerdo cuando una noche, mientras dormíamos, llamaron a la puerta y alguien entró en mi dormitorio. Con voz muy estridente dijo: «NIÑA, LEVÁNTATE Y PONTE TU SUCIA ROPA». 

Pensaba que era un sueño, ¡una pesadilla!, pero no. Eran personas del Departamento de Infancia. 

Alguien les había contado que en casa no estaba bien atendida y, al parecer, debían llevarme con ellos a un lugar mejor.

Yo solo lloraba y llamaba a mamá desde aquel camión. Era tan ruidoso y maloliente…

 

«¡BÁJATE NIÑA!». 

Sentí miedo, pero no podía hablar: aquellos hombres eran como dos castillos enormes. Quién sabe lo que podrían hacerme si no les obedecía…

No imaginé que aquel día comenzaría mi infierno.  

 

Cuando eres pequeño hay muchas cosas que no comprendes y que nadie te explica, pero una vez que entras allí, acabas por convertirte en un superviviente de mirada triste y corazón helado. 

 

Todos dormían en el mismo lugar. Había camas por todas partes: niños hacinados con aquel olor a humedad, a lágrimas escondidas por las llamadas "a mamá" que nunca contestó nadie. 

 

Me acosté y comencé a llorar desconsoladamente. Aunque, según ellos, mamá no tenía mucho que ofrecerme, para mí lo tenía todo: sus delicadas manos masajeaban mi cabecita cuando no podía dormir. 

Por fin, ¡la carretera! 

Había logrado hacer realidad mi sueño y, cuando pasara el próximo coche, sacaría mi temblorosa mano y esperaría que alguien me llevase de regreso a casa. 

Ya había transcurrido un buen rato, y la lluvia hacía mella en mi escuálido cuerpo. 

Vi unas luces y levanté las manos para hacerme visible. 

Pararon… Apareció un anciano con sus gafas empañadas y me preguntó:

—Niña, ¿qué haces tú sola por estos lares? 

—Señor, quiero ir a buscar a mi madre. Me he escapado de un orfanato. Necesito ayuda. ¡No me deje aquí! 

Muy amablemente me invitó a subir a su camión y me secó el pelo. 

—Primero, voy a darte algo caliente y, luego, me cuentas todo. 

Aquel chocolate calentito me pareció un manjar de los dioses.  

El anciano me miraba fijamente, con cara de sorpresa. 

Al acabar, comencé a contar mi historia con miedo a que me llevara de regreso a aquel terrorífico lugar. 

No sabía dónde estaba mi madre, ni dónde vivía, lo que complicaría aún más las cosas. No lo recuerdo, pero en algún momento debí quedarme dormida. Al despertar, vi cómo  aquel ángel de la guarda permanecía a mi lado, sentado,  observándome…

Me invitó a desayunar. Después, me hizo muchas preguntas para poder saber algo más de mi familia. 

Yo solo recordaba olores, sensaciones, la brisa del viento en el pelo de mamá y mi nombre: Norah. 

El orfanato no estaba lejos de casa. Recuerdo que aquella horrible noche no tardamos mucho en llegar...  tan solo unas horas. 

Darío prometió ayudarme

—Preguntaremos en los pueblos del alrededor, a ver si la suerte nos acompaña. 

Su casa era pequeña, pero muy acogedora. Olía a hogar, a café recién hecho… A papá. 

Si cerraba los ojos, podía sentir el amor de mis padres. Aquellos seres bondadosos que, por ser pobres, perdieron a su hija. 

«Norah, hija mía, hoy solo podemos darte algo de leche, no tenemos más». 

Nunca se lo dije, pero para mí era más que suficiente porque el resto lo ponían el suave tacto de sus manos, su ternura… 

Aún podía percibir aquella pena que sentían por no tener más que ofrecerme. 

Qué grande es sentir tanto amor, aunque solo tengas un simple mendrugo de pan para llevarte a la boca. 

Sabía que me estaban buscando, pero ahora ya estaba protegida y no me iban a encontrar. Ningún niño debería vivir con esa tristeza en su alma y en su corazón, sin derechos, sin nadie que lo pueda proteger…

Habían pasado dos meses y no hallamos ni rastro de mi familia. 

Todo resultaba muy duro. 

Hoy, saldría por primera vez al mercado. Ya no me buscaban. 

La luz del sol me molestaba en los ojos y estaba como perdida entre tanta gente. 

El bullicio de los vendedores, los niños jugando, aquel fresco olor a menta, a tomillo... 

Cuántos recuerdos volvían a mi cabeza…

Una vendedora me miraba y me ofreció una fresa madura, de un intenso color rojo. Casi podía saborear su dulzura a lo lejos… Me acarició la cara y preguntó mi nombre. 

Al decírselo, soltó lo que llevaba en la mano y comenzó a palidecerse. 

Yo no sabía qué pasaba... 

Darío se acercó y le preguntó qué sucedía, pero, durante un rato que me pareció eterno, la señora no articuló una sola palabra.

Al final, pronunció mi nombre. 

En un primer momento, sus palabras, empañadas de lágrimas, no se entendían. 

—Norah, soy tu tía. No me conoces porque eras muy pequeña cuando me fui del pueblo. Llevo una foto tuya en mi bolso. Mírala, no te miento. 

Yo no sabía qué decir ni qué hacer. 

Darío habló a solas con ella y, cuando regresó, me dijo:

—Tenemos que regresar a casa, Nora, y allí te contaré todo.

Al llegar a casa, me relató todo lo que aquella mujer le había dicho. 

Era la hermana de mamá y le contó que mis padres habían decidido irse a otra ciudad porque no soportaron el dolor de mi partida. Era muy pobres. Por eso, ahora vivían en una casa de beneficencia. Mamá padecía una depresión muy grave… 

Yo no sabía qué decir… ¡Solo quería estar con ellos! 

Darío preparó todo y salimos de viaje al día siguiente. 

El camino era angosto, hacía mucho frío y nos sorprendió la noche. Paramos para descansar un rato y, para cuando desperté, ya había amanecido y estaba hambrienta. 

Desayunamos en una pequeña cafetería muy familiar. 

La casa de beneficencia ya quedaba muy cerca, por lo que decidimos acercarnos a pie... 

Al llegar, nos preguntaron qué hacíamos allí y al contar que queríamos ver a Nerea y a Rafael, inmediatamente nos dejaron pasar y nos indicaron dónde estaban. 

La habitación olía mal y en ella se encontraban dos personas: una estaba de pie y miraba por la ventana; la otra, sentada en la cama, al infinito.

Al entrar, se giraron rápidamente y mamá me reconoció enseguida. No tenía fuerzas, pero yo me abalancé a sus brazos, y a los de papá. 

Darío les explicó que me había fugado y que ahora vivía en su casa. 

Pasada unas horas, aquel anciano, mi salvador, invitó también a mis padres a vivir en su casa. 

A pesar de la vergüenza, aceptaron, y ofreció trabajo a papá. Mientras, mamá podría recuperarse. 

Aquel día volví a nacer de nuevo.

Ya no habría más castigos, ni me dejarían sin comer... Ya no sentiría más pena por dormir sin los besos de mamá.

Pasaron los meses: mamá ya estaba mucho más fuerte y papá trabajaba ayudando al señor Darío. 

Al caer la noche, cuando llegaba el momento de irme a dormir, me metía en la cama con mis padres. 

Entonces, disfrutaba de ese rato de abrazos que tanto necesitaba y que no quería perderme nunca más. 

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Esta historia es la historia de mi vida, de cuando tan solo era una niña…

Hoy, ya soy una mujer de veinte años y, a pesar de ese desarraigo que tuve en mi infancia, he podido desarrollar un gran sentido de la empatía. 

Los niños que pasan por lo mismo que yo crecen carentes de afecto. Es muy importante para sus vidas sentir, emocionarse con la alegría de otros... Incluso, llorar con las lágrimas de sus amigos, nadando en el interior de las personas, poniéndose en su lugar. 

Es vital aprender a canalizar las emociones, tanto como pueda serlo cualquier otro aprendizaje. 

Os cuento esto para decir en alto que los niños necesitamos ser felices y tener atenciones. 

Nadie nos pidió permiso para venir al mundo, y no es justo que miles de niños acaben en manos de personas que no los quieren. 

Nunca deberían separar a los niños de sus padres y, menos aún, como lo hicieron conmigo, furtivamente, sacándolos de noche de sus casas. 

Cada abrazo, cada beso perdido, es un niño sin alma…

Cubrir las necesidades básicas de los niños es fundamental para el desarrollo físico y afectivo. 

Si nos cuidan y abrazan de pequeños, podremos salir al mundo con confianza. 

Ahora tengo esa confianza y, cuando acaricio la mano de alguien, puedo sentirla vibrar. 

¡Qué maravilloso es poder ponerme en los zapatos de  otro y sentir que me quedan pequeños o estrechos! 

Ahora ya sé cómo puede sentirse cualquier persona…

Todos los niños deberían tener un hogar, con una cama limpia y suave, y un abrazo con sabor a natillas de vainilla.

 

Dedicado a Arón y Andrey, mis hijos. y a mi alumna Norah. 

 

 

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