Ese lugar me pertenece
Josefina Cavallo
Hace unos días mi hermana, estando de vacaciones en nuestra ciudad de origen, Necochea, en Buenos Aires, Argentina, obviamente, fue a comprar unos productos para hacer las uñas que encontró por internet. El sitio le quedaba bastante cerca, a unos 10 minutos en coche, en el centro viejo, o como le dirían aquí, casco histórico. Ella se encontraba en la zona de la playa.
El caso es que la dirección ya le sonaba bastante familiar, pero no cayó en la cuenta hasta que se fue acercando a aquella esquina, calle 62 y 73. En Necochea las calles son con números como en las grandes ciudades de EE.UU, y siempre las pares, son paralelas al mar y las impares, perpendiculares. En esa ciudad no te perderás salvo que agarres la diagonal, que solo hay una por las dudas.
Bueno, volviendo a aquella esquina que a mi hermana le sonaba familiar, le resultaba tan familiar que la tienda que vendía productos para uñas que ella necesitaba, se encontraba en la misma esquina y era nada más y nada menos que donde habíamos vivido mis padres y crecido mis hermanos, sobrinos y yo algunos años antes.
Allí estaba toda nuestra historia, el antiguo domicilio familiar. Se quedó mirando un rato, contemplando lo cambiada que estaba aquella esquina. No se animaba a entrar, e incluso sacó un par de fotos de la fachada en la que se veían perfectamente los cambios realizados. También se veía la cara de pocos amigos del dependiente de la tienda, que justo miró cuando ella estaba sacando la foto.
Ella solo pretendía enviarnos la foto y mostrarnos adonde la habían llevado los dichosos productos para hacer sus uñas. A nuestra esquina. Con mucho valor entró en aquella tienda donde mi padre unos años antes tenía su taller de telecomunicaciones.
Antes, por delante, mi padre tenía una pequeña tienda de venta de todo tipo de artefactos para la comunicación y detrás su taller. Y más atrás del taller estaba todo el resto de la casa, a la que se entraba por la otra puerta, la principal, la que daba a la calle 62.
Mi hermana le explicó al nuevo dueño, dependiente de aquella tienda, que antes todo ese lugar había sido nuestra casa. Que allí habíamos vivido muchos años, que habíamos crecido, que había dos generaciones para quienes aquella casa era nuestro hogar, nuestro lugar en el mundo, gracias al esfuerzo de mi madre y mi padre.
Tan emocionada estaba, que se animó a pedirle pasar para volver a vivir por un ratito aquella felicidad que recordaba. Pero no, el chico no la dejo pasar. Mi hermana le insistió educadamente y con respeto, pero él se negó rotundamente a dejarla pasar y le negó el revivir un rato de recuerdos. Un “ortiba”, la calificación perfecta para este tipo de persona. Solamente le dijo que cada vez que hacía asados para sus familiares todos lo admiraban porque la parrilla y el “tiraje” eran perfectos y nunca se llenaba de humo. Solamente le dejó ver una foto que sacó él mismo para mostrarle cómo había cambiado el lugar. Pero claro, de eso no se trataba. Que te dejen entrar en la casa donde viviste, donde creciste, debería ser un derecho porque ese lugar te pertenece. Así que vos, que compraste una casa que antes tenía otros dueños, déjalos entrar y vivir un ratito sus recuerdos, no seas un “ortiba” más en este mundo.