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‘Retrato en la pared’, se presenta en Arrecife la segunda novela de Concha de Ganzo

La periodista cuenta la historia del que fuera zapatero de Arrecife, Félix Hernández y de otros dos canarios que lucharon en la Guerra Civil española

 

  • Lancelot Digital
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    La novela ‘Retrato en la pared’ es la historia coral de muchos de esos retratos en la pared, los retratos de los abuelos, de las abuelas, de los padres y madres que se fueron a la guerra, que fueron arrastrados por esa contienda y que jamás volvieron. Y los que regresaron nunca fueron los de antes. Esta novela de la periodista Concha de Ganzo, editada por LeCanarien, será presentada el próximo 21 de diciembre en la Biblioteca insular de Arrecife a las 19.30 horas.

     

    Sobre el escenario de la Guerra Civil española se suceden las vidas de personajes reales como Tomás y su hermano Gregorio, dos pescadores del Puertito de Güímar en Tenerife que lucharon en el frente con las tropas de Franco. En Canarias la mayoría luchó en el bando de los sublevados, eso no significó que todos fueras fascistas.

     

     

    También lo hizo un joven zapatero de Lanzarote, que formó parte de la quinta del biberón y que pensó que debía empuñar las armas para salvar la moral cristiana, en peligro ante el empuje desbocado de los rojos. Después todo cambió. En aquel trasiego de soldados, muertos, escasez, hambre, el zapatero se dio cuenta que en los campos de batallas no existían buenos y malos, ni rojos ni azules, solo vio y rezó por todos los cadáveres sin nombre.

     

    En este engranaje, en este puzle de personajes que van conformando la novela hay cabida para un triángulo amoroso, protagonizado por una maestra vasca socialista, un canario del Puertito de Güímar, y un joven republicano de Valencia. A través de esta sucesión de relatos se asiste a la vida cotidiana de una familia franquista, un soldado que se niega a formar parte de un pelotón de fusilamiento y los otros. Todos aquellos pobres de solemnidad que antes y después de la guerra siguieron sufriendo. Sobre todo, las mujeres. Las madres, esposas y hermanas del bando de los vencidos.

     

    En el capítulo 10 de esta novela editada por LeCanarien se relata las vivencias de Félix Hernández, zapatero de Arrecife. Lo reproducimos a continuación:

     

     

    “Las semanas pasaban lentas, tan lentas y dilatadas que permitían ver la voracidad de la guerra, y sus consecuencias: cómo se amontonaban los muertos, cuerpos sin nombre, desparramados en hendiduras, sepultados. En este envite se perdieron las ilusiones, la bondad, y en la otra cara de la misma moneda, se podía ver y sentir cómo crecía el miedo y el hambre. Todo se convirtió en un agujero negro, profundo y pestilente.

     

    Las guadañas silenciosas circulaban en días luminosos, en noches oscuras, abatiendo gargantas, y desvaneciendo la inocencia. La escasa luz que a veces se posaba en charcos, en rostros tristes, desaparecía en la nebulosa. Nada fue como imaginó aquel soldado del Ejército de Franco, que había partido hacía unos meses de la isla canaria de Lanzarote.

     

     El hijo del zapatero de Arrecife se transformó en un ser inerte, en una sombra de lo que fue. Y para soportar aquella carga infernal se inventó otra vida. Una vida que solo tenía que ver con ordenar hileras de cifras en un cuaderno de contable, de agrimensor o de vendedor de ultramarinos.

     

    El diario de Félix Hernández acabó por convertirse en una lista fría, puntual, certera, de fechas, nombres de pueblos, y número de bajas.

     

    Se terminaron las metáforas, los comentarios, los brindis al sol y a la nada. La guerra era otra cosa. Félix Hernández lo vio con claridad, lo imaginó y lo dibujó: un cuadrado perfecto, una tabla para jugar al ajedrez con movimientos acompasados, medidos. Nada podía estar fuera de lugar, los datos claros y en su sitio. Las figuras de madera ocuparon el espacio: rey, dama, torres, alfiles, caballos y peones. La estrategia era sencilla: establecer el orden para que el enemigo no llegara al corazón del hijo del zapatero. De lo contrario, su escasa voluntad, la que aún lo mantenía en pie, se hubiera derrumbado sobre el tablero de cuadros blancos y negros cuando el otro en un avance final hubiera conseguido matar a la reina.

     

    Félix Hernández tenía claro que ante aquel panorama daba igual quién ganara aquella contienda. Todos habían perdido, aunque muchos aún no se hubieran dado cuenta. Mientras tanto, él seguiría aferrado a aquellos cuadernos de ventero con una raya fina, y un espacio, al final de la hoja, a la derecha, en el que se apuntan los precios, las cantidades. En ese hueco, el hijo del zapatero estaba preparado para colocar con perfecta caligrafía las cifras del descalabro.

     

    El batallón había llegado a Estella. Debía sumarse a las fuerzas existentes. Formar un imponente retén de compañías con las que hacer frente a las demandas, a las necesidades que se reclamaran desde otras trincheras. Félix tuvo suerte. El cocinero de su acuartelamiento había cogido la sífilis y se necesitaba un recambio. El teniente de su batallón había visto cómo se manejaba en el almacén de provisiones. Todo estaba en orden, los suministros bien alineados en las estanterías, guardados en sus cajones, y el lugar daba la impresión de respirar pulcritud. Esa apreciación fue suficiente para que se le ordenara hacerse cargo de la cocina, y así, de un día para otro, Félix Hernández se convirtió en el cocinero oficial del acuartelamiento de Estella.

     

     Al igual que había confeccionado una lista precisa, escrupulosa, de todos los lugares por los que había circulado como ganado manso de estación en estación, apuntando en el recuadro correspondiente los nombre de las escuelas, espacios públicos en los que se habían hospedado, la cifra de heridos, muertos, los nombres y apellidos de los oficiales que sustituían a los caídos en la batalla, ahora se planteó hacer lo mismo con la cocina y la reserva de comestibles: las escasas provisiones de las que dependían aquellos soldados maltrechos y desnutridos para seguir adelante.

     

    Félix Hernández pensó que por primera vez en aquella guerra Dios le había encomendado una tarea importante y se dedicó a ella en cuerpo y alma. Agradecido con este reto, hizo la señal de la cruz y besó la estampita de la Virgen del Carmen que le había regalado su madre y que siempre llevaba en uno de sus bolsillos.

     

    Sin darse un tiempo de margen, se arremangó la camisa, se ajustó la gorra de soldado y empezó a limpiar las baldas, los cajones, el suelo. Y siguió contando los utensilios, las cacerolas, los platos, los cubiertos y después, sin pararse a descansar un instante, se dispuso a hacer lo más difícil: realizar el inventario perfecto de los alimentos con los que podría dar de comer a soldados, cabos, sargentos, tenientes, capitanes, coroneles, y si se podía, a algunos de los vecinos de aquel pueblo resignado.

     

    La tarea no fue fácil. Tenía muy poco para ofrecer, pero hizo lo necesario, sin desperdiciar nada. Y después quedaba la noche. Una vez que limpió y colocó los enseres, se afanó en recoger la comida que había sobrado, la separó por raciones iguales, idénticas. Lo hizo con detenimiento, hasta con mimo. Tratando de no perder nada, ni un mendrugo de pan. Entonces, aquel soldado volátil, serio y poco hablador, esperó en la puerta de atrás del salón desconchado que hacía las veces de almacén. Como sombras lánguidas comenzaron a llegar los muertos de hambre, sobre todo mujeres enlutadas con poco que llevarse a la boca y que venían a buscar lo que le dieran. La mayoría eran vecinas del pueblo, pero eso no tenía importancia. Félix Hernández jamás les preguntó el nombre, ni la procedencia, ni si su marido, hermano o padre estaba luchando en un frente o en el otro. Él solo sabía que tenían hambre y el hijo del zapatero de Arrecife les dio de comer. No como quien reparte una limosna con el temor de que los otros le toquen o rocen su piel, ni quien lanza desde lejos las sobras a los pordioseros. Siempre, cada vez que pudo, aquel soldado lo hizo como quien ofrece lo mejor que tiene. Lo único que podía dar a personas con menos suerte que él”.

     

     

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