Un escándalo de los de verdad
Francisco Pomares
El país consume escándalos absolutamente artificiales, creados por especialistas en destripar la razón y la convivencia, escándalos que se afrontan con mucho ruido y muy pocas nueces: hipócritas golpes de pecho, rasgamiento de vestiduras y unánimes condenas. Son escándalos cuya función principal es entretener, distraer, hacer que no estemos pendientes de las cosas que son realmente importantes. La instrumentalización del escándalo se ha especializado tanto, que hoy ya no resulta preciso ni siquiera inventárselos. Basta con esperar a que se produzcan y amplificarlos, implicar a cuanta más gente mejor, lograr que todo el mundo hable del asunto en cuestión, forzar la suma de voluntades hacia el deseo social de linchamiento, que en estos tiempos tan mediocres, parece ser una constante que anida en las mayorías. Y cuando el escándalo alcanza su punto álgido, esperar a su extinción en su propio ruido, permitir que la vida del escándalo se diluya, hasta que llegue el siguiente.
Por desgracia, los verdaderos escándalos no tienen la misma vida lustrosa, no acaparan titulares, no provocan encendidos debates o caldean el ambiente señalando responsabilidades irrefutables y condenas indiscutibles. Podemos hablar durante días del descuartizamiento del mes, o el pico del siglo y exigir justicia o lo que sea. Apasionarnos en el debate, irritarnos por la escasa contundencia de las reacciones de los otros. Pero al final, darás exactamente igual. Una de las características de los escándalos artificiosos es que al final sólo acaban siendo importantes para sus protagonistas.
Otra historia son los escándalos de verdad, los escándalos reales de los que nadie se ocupa. Por ejemplo: es un escándalo el número de ancianos que mueren desahuciados y solos, en una sociedad que se dice humanitaria y no llega a ser siquiera caritativa. Es un escándalo que el porcentaje de personas que se encuentran en riesgo de pobreza o exclusión social, siga siendo superior a un tercio de los ciudadanos de esta región. Es un escándalo sostenido e insoportable que las islas encabecen los mayores porcentajes de pobreza del país, mientras menos de 7.000 personas, apenas un 0,3 por ciento de la población de las islas, amasan una riqueza equivalente al 56 por ciento del PIB. Esa situación, impropia de sociedades desarrolladas, esa sí es un escándalo. Una vergüenza que de vez en cuando se asoma a los medios de información, cuando se publican los últimos datos del informe Arope, o algún estudio sobre la brecha social de las universidades locales. La información se mantiene en los medios de comunicación lo que dura el soplo de un día, y su eco en el debate público se limita a alguna intervención parlamentaria en la que desde un partido se culpa a otro de la responsabilidad de tal estado de cosas.
Port desgracia, la pobreza no es nunca noticia, porque no interesa a nadie. Estamos habituados a que exista, incluso a que crezca, y a que sus estadísticas insípidas se escurran por las esquinas del televisor o las páginas de los periódicos. La pobreza no motiva, no interesa. Por supuesto, no es un asunto del que guste hablar a los grandes ricos, esas grandes fortunas que controlan más de la mitad de la riqueza isleña. Tampoco interesa a los políticos que se saben incapaces de revertir la situación. Ni a los medios de comunicación, ni a la gente común y corriente, ni siquiera a los pobres sostenidos por ayudas y subvenciones, que hasta hace años creían en la posibilidad de darle la vuelta a la tortilla, en cobrarse la revancha, en el rol de la historia y la lucha de clases en la emancipación de las sociedades y sus mejores miembros.
Pero los pobres de hoy no son de esa pasta, no creen que el mundo actual puede ser cambiado por la acción organizada, se conforman con vivir de la prescripción pública, repartiéndose las migajas que el Estado se permite distribuir para bajar la tensión social. Es cierto que en el relato colectivo sobre la pobreza se encuentran muchas tipologías de pobres, desde el pobre proletario y militante del pasado al pobre actual, sostenido por la acción munificente de las administraciones, convencido de que puede vivir de ayudas durante años, conformado a esa realidad de pobreza y abandono, a una resignación que antes se consideraba indigna y hoy es la puerta abierta al reparto de dádivas.
Frente a las diez familias que en Canarias se reparten la mitad de la riqueza, seiscientas mil personas que son pobres o casi lo son o pueden serlo. Esto no estalla porque el sistema de clases se ha perfeccionado extraordinariamente y es hoy una maquinaria bien engrasada cuya función principal es sostener pacíficamente la brecha de una desigualdad infame y cruel. Un sistema que nos entretiene con la exhibición bochornosa de ajenas miserias.