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Un circo disfrazado de ring

Francisco Pomares

 

Uff… llevo cuarenta años escribiendo ininterrumpidamente una columna diaria, y les confieso mi apatía ante la autoimpuesta obligación de opinar hoy sobre lo ocurrido ayer en el Congreso, durante el primer día del debate de investidura. Podría decirles que todo me pareció más propio de un circo que de una cámara parlamentaria, desde la decisión de Sánchez de enviar a un propio a hacer una faena que le correspondía a él, a la de la derecha española puesta en pie en sede parlamentaria como un solo hombre calificando a gritos al presidente en funciones del Gobierno de cobarde. Después de eso, los argumentos de unos y otros –aunque convirtieron el hemiciclo en un cuadrilátero (¿será eso la cuadratura del círculo?)- parecían carentes de cualquier convicción y sentido. Un mero cruce interminable de insultos y descalificaciones entre los dos primeros partidos de un país al borde de su descuartizamiento, mientras los representantes del cinco por ciento de los votantes se repartían impunemente el botín.

 

Para quienes se divierten con estos lances, diré que el choque entre Oscar Puente y Feijóo demostró a mi juicio dos cosas: que Puente –desalojado en mayo de la alcaldía de Valladolid de la misma forma que llegó a ella, con un pacto de perdedores- se comportó como un aguerrido bronquista, capaz de soltar indigestas bromas metiendo el narcotráfico gallego y a Feijóo en el mismo saco. Un punto justo más allá de lo asumible públicamente incluso para la izquierda. Pablo Iglesias, en la tele, ese nuevo parlamento que es también un híbrido de circo y boxeo, se refirió a Puente calificándolo de “macarra”.

 

Por alguna de las cosas que dijo Puente, y sobre todo por cómo las dijo, no le falta razón. Pero conviene no confundir autorías: Puente salió a interpretar el papel que Sánchez no podía interpretar, y dijo exactamente lo que otros querían que dijera, silenció cualquier atisbo de conciliación, altura de miras o acuerdos sobre lo común e importante, y eso sólo abriendo el pico durante media hora.

 

Los diputados del PP entraron en trompa en su juego y cayeron en la trampa que se les había tendido desde el PSOE, convirtiendo el debate de la investidura de su señorito en un corrillo de pataleos y acusaciones de cobardía muy poco parlamentarias. Para quien guste de ver como se destrozan sin necesidad ninguna Sus Señorías, pudo resultar divertido. Para quienes creen que el Parlamento debe ser la voz discordante pero legítima de un país con pensamientos y opciones diferentes, lo de ayer fue una palmaria vergüenza. Otra más que añadir a este tiempo tan canallas.   

 

Pero lo peor de la sesión no fueron los gritos y pataleos de la oposición engoladamente vestida de presunto Gobierno, ni el cinismo inconmensurable de un prestidigitador disfrazado de presidente, pero incapaz de asumir ninguna de las reglas de la democracia: penoso que el hombre que reclamó hasta seis debates a Feijóo en la última campaña electoral, se negara siquiera a batirse con él.

 

Pero, ya dije, eso no fue lo peor del día. Lo peor fue contemplar sin asomo de duda el descaro de un independentismo, que ha logrado por arte de las matemáticas, la polarización y la ausencia de cualquier razón de Estado, escalar hasta la mayor cota de influencia política que ha tenido jamás en este país. Una influencia palpable, indiscutible, tan enorme que logró incluso provocar el bochorno de que el PSOE no se diera siquiera por enterado de que este país reclama una explicación sobre su posición en relación con la amnistía que se ha convertido en dovela la gobernabilidad, mientras su izquierda domesticada –Sumar- avanzaba con grosero desparpajo los detalles y conveniencias de pactar la venturosa pacificación que (permitan que me lo tome a coña) traerá la reconciliación a Cataluña. Para muestra y aviso a navegantes, el oportuno mensaje del presidente catalán –Pere Aragonés- coincidiendo con el debate, y recordando que sin referéndum, la amnistía no servirá para nada.

 

Lo dicho, un Parlamento circense. Y un Gobierno cautivo y desarmado, siervo de la ambición y connivencia de su presidente, firmemente agarrado por encima de todo a la continuidad de su mandato.        

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