Transversalmente resiliente
Francisco Pomares
Siempre me cayó bien Alberto Rodríguez, el rasta de Podemos, un tipo capaz de hablar siempre de forma comprensible y sin estridencias. Cuando le conocí me pareció una voz con sentido común, una oveja moderada disfrazada de lobo radical. De origen humilde, chicharrero de Ofra, donde se crio con sus padres –maestra y electricista- y sus cuatro hermanos en un piso de 70 metros. Estudio Química en efepé y fue empleado de la Refinería, donde se estrenó como sindicalista. Venía de Izquierda Unida y del movimiento estudiantil, y se había significado como activista contra la guerra de Irak. Fue detenido durante las movilizaciones de 15M, luego absuelto, y se incorporó a Podemos, donde se hizo un hueco: en 2016, llegó al Congreso con una entrada que dejó boquiabierto –literalmente- a Mariano Rajoy. Le tocó el momento más intenso de la política española, y fue reelegido diputado en tres legislaturas más, las dos primeras bien breves. Frecuentaba encantado tertulias y programas de radio, y se hacía querer con una voz suave y su pinta de buen pibe, un tipo desaliñado y decente, con un desparpajo más estudiado de lo que parecía, que seguro se levantaba en la guagua para dejar sitio a las doñitas y las ayudaba después a bajar a la calle.
En las primeras elecciones de 2019, Echenique fue elegido diputado por Zaragoza, y Pablo Iglesias decidió apartarlo de la secretaría de organización del partido para que se ocupara del Grupo Parlamentario. Propuso a Alberto para sustituirlo, convirtiéndole en número tres del partido en junio. Ahí comenzó su primera transformación, de oveja disfrazada de lobo, a lobo disfrazado de oveja. Fue la mano derecha de Iglesias para meter en cintura a sus díscolos, y le vimos aplicando sin la más mínima duda y sufrimiento el palo y tente tieso a sus compañeros, que asumió como acto de servicio y estímulo a su propia carrera. Desempeñó sin culpa la responsabilidad organizativa, llamó al orden a los disidentes y conminó públicamente a la militancia a mantener el debate dentro del partido. A pesar de eso, duró en el puesto algo menos de dos años. Al dejarlo, el propio Alberto explicó que se trataba de una decisión personal, sin dramas, para abrir una nueva etapa en su vida y blablabla, y que seguiría en Podemos y en su escaño. Fue sustituido por Lilith Verstringe, por entonces muy próxima a Iglesias.
Cuando cesó en la secretaría de organización, Alberto estaba siendo procesado por atentado a la autoridad (se le había acusado de propinar una patada a un policía durante una manifestación contra la Lomce del ministro Wert en La Laguna, en 2014), que terminaría por costarle su escaño. Siete años después de la patada, fue condenado por el Supremo a un mes y quince días de prisión, tuvo que pagar una multa para evitar entrar en prisión y se le inhabilitó para cargo público. Probablemente fue algo excesivo. Tras un par de semanas de tirantez entre Congreso y Supremo, Meritxel Batet le echó el 22 de octubre de 2021. El día después, Alberto abandonó el partido.
Muy enfadado.
Lo demás ocurrió rápidamente: fundó el proyecto Drago, una plataforma de desencantados de Podemos, con la que ahora se presenta a la Presidencia del Gobierno regional, coqueteando con Sumar para las generales y criticando las “promesas incumplidas” del ‘pacto de las Flores’.
Hace unos meses se creía que su apuesta era una finta para forzar a Podemos a negociar y cederle la candidatura a la presidencia, en sustitución de Noemí Santana. Pero no es una finta, sino una apuesta: sigue hablando de transversalidad y resiliencia, pero va a cobrarle la factura a Podemos, en línea con la estrategia a la que parece jugar Yolanda Díaz: hacer retroceder a los morados en las municipales y regionales de mayo, para negociar en posición de ventaja en las generales de diciembre. Alberto es perfectamente consciente de que dividir el voto de la izquierda a la izquierda del PSOE puede dejarles a todos fuera del Parlamento de Canarias, pero parece no preocuparle: se atrinchera en la obediencia canaria y acusa a sus antiguos colegas de no haber cumplido ninguna de sus promesas. Ni siquiera la de acabar con la corrupción: “llegaron para cambiarlo todo y después votaron en contra de una investigación parlamentaria para el caso Mascarillas.” Resiliencia transversal en estado puro.