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Santo oficio


Por Alex Solar

 

La Inquisición, o “Santo Oficio”, hizo de las suyas desde que fue fundada por los Reyes Católicos en 1478 y hasta bien entrado el S.XIX bajo Isabel II. Su fin manifiesto era mantener la ortodoxia de la religión católica en el Reino de España. Su actividad no solo se extendió a judeoconversos y luteranos sino a todo aquel que manifestara opiniones heréticas. Víctima de su celo cayó hace tres siglos el místico español Miguel de Molinos, acusado de una heterodoxia llamada “quietismo”, que proponía una unión con lo Absoluto similar a la del hinduismo o el budismo. Lo grave de esta teoría teológica era que relegaba a un papel secundario a la autoridad eclesiástica, que reaccionó en consecuencia, enviándolo al Santo Tribunal. Molinos fue obligado a una retractación pública, pero eso no le libró del tormento, que consistió en permanecer de hinojos durante horas con un cirio encendido entre sus manos atadas. La sentencia fue, considerando la norma, bastante benigna, ya que fue condenado a cadena perpetua en una mazmorra.

 

Antonio Coll, periodista colaborador de esta casa y amigo, ha mentado a la Inquisición en relación con el caso Soria y ha recibido, a mi parecer, injustos reproches, ya que en ningún momento observo en su escrito defensa alguna sobre la persona del ex Ministro y candidato fallido a ejecutivo del Banco Mundial. Más bien, mi colega advierte sobre el espíritu inquisitorial que renace en relación con la vida y milagros de los políticos, presionados por la prensa, las redes sociales y personajes colaterales que opinan y someten a juicios sumarísimos a figuras de la política, la empresa o la cultura.  Ha ocurrido con la campaña difamatoria contra los líderes de Podemos (también con el ex senador conejero Galindo), con esa indigna persecución a Pablo Echenique en un asunto de su vida personal (su acuerdo privado con un asistente y hasta una jota aragonesa a destiempo). Ocurre con Vargas Llosa, perseguido por la jauría del corazón iletrada que probablemente no se ha leído ni un libro entero del Nobel.

 

Tal parece que para tener derecho al podio de la fama o a la tribuna del político es necesario dar pruebas de olor de santidad. Pero ningún oficio es santo ni siquiera el “santo” Oficio. Ni los de a pie castos y puros, gentes que no le deben un duro a nadie, ni a Hacienda ni a acreedores varios, esposos y padres ejemplares, virtuosos ciudadanos con derecho a lanzar no solo la primera sino la segunda y tercera piedra en esta lapidación inmisericorde.

 

Los que se presentan a un cargo público tendrían que hacer como ese señor del chiste, que antes de levantarse de la mesa de tertulianos advertía: “Ya sé que van a decir que soy cornudo, sablista y mala persona. Les he pagado una ronda, hasta mañana”.

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