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Por qué pierde la izquierda

Francisco Pomares

 

 

Los partidos extremistas de derechas –los ultras- parecen estar creciendo en todo el continente. Son ya primera fuerza en Francia, Italia, Austria, segunda en Alemania y tercera en España. En Francia, la barrida de la Agrupación Nacional de Marine Le Pen, ha forzado al presidente Macrón a convocar elecciones. Pero también la derecha clásica europea, unida en el Partido Popular, crece manteniendo posiciones, o casi las duplica, como en España. El sueño de verano de un muro de contención a las derechas, lanzado por Pedro Sánchez como una justificación que explique el populismo insensato de estos últimos meses o los pactos antinatura denunciados por el propio Sánchez, pero sólo si es la derecha quien participa en ellos, no parece haber servido para frenar el crecimiento de la derecha radical ni para ninguna otra cosa, más allá de para resolver problemas de política interna.

 

La izquierda retrocede imparable en Europa. Se hunde frente al empuje de las derechas en las grandes democracias dónde hace unos años campaba la socialdemocracia –Alemania, Francia, Italia-, en los países considerados más progresistas del planeta –Dinamarca, Suecia, Bélgica- y en antiguos territorios del pacto de Varsovia –Hungría, Eslovaquia-.

 

Entre el mapa europeo de 1999 y el de ahora, lo que se percibe es el agotamiento de la izquierda socialdemócrata clásica, apenas resistente, y también de aquella izquierda populista y antisistema que desde Grecia, España o Portugal iba a cambiar las formas de hacer política de la democracia liberal. La izquierda parece encerrada en un discurso patético y victimista, deudor de la nueva religión woke llegada de Estados Unidos, obsesionada con el género y la identidad, radicalizada en una versión inquisitorial de la memoria y la moral, entregada al control del lenguaje y a lo que puede y no puede decirse, y absolutamente incapaz de mantener sus apuestas y compromisos con un programa de mayorías, un poderoso proyecto de transformación social, basado en la construcción de sociedades más democráticas,  más justas, más solidarias, y más equilibradas. La izquierda europea, como el Partido Demócrata estadounidense, parece haber abandonado la voluntad de hacer políticas comprensibles por la mayoría social, los trabajadores y las clases medias. Ahora todo es identidad y comunicación: la izquierda ha vendido su alma al discurso, el styorytelling y la virtualidad en redes y pantallas, se ha separado de su voluntad de transformar la sociedad y construir una economía más preocupada por el reparto de riqueza y oportunidades. Quizá por eso, la derecha –y especialmente sus versiones más radicales- no crece en las regiones más ricas de Europa. Donde crece de manera exponencial es en las más pobres, en donde la brecha entre la riqueza y su ausencia es mayor, en los lugares en los que el ejemplo de políticos fashionistas de izquierdas que viven con salarios hasta diez veces superiores a los de los electores que representan, han acabado provocando un inmenso rechazo, una ola de monumental enfado, que aprovechan surferos del descontento social, como el ínclito Álvise Pérez.

 

España no es una excepción a lo que ocurre en el resto del mundo occidental, por más que Sánchez quiera disimular sus sucesivas derrotas electorales con la construcción de pactos políticos indefendibles por un partido de Estado y cesiones insoportables desde una óptica de izquierdas. En España el PP ha sacado cuatro puntos de ventaja al PSOE, setecientos mil votos en unas elecciones en las que sólo han ido a votar una tercera parte de los votantes. Y además la suma de las derechas españolas sigue creciendo, abriéndose camino en las mañas de la polarización, con un notable aumento del apoyo al radicalismo y la política sentimental. Para los aventureros de izquierda puede ser una gran noticia la irrupción de Alvise en el reparto de los votos conservadores, un tercero en disputa que activa la Ley d’Hont. Pero lo que debería contar y contarse no es eso. Es que la derecha nacional ha aumentado en siete diputados su representación en Bruselas, frente al bloque progresista que sostiene al Gobierno de Sánchez, que ha perdido cinco. Desde el PSOE nos venden la idea de que se está ante un empate técnico, pero la traslación de estos resultados por provincias evidenciará que el empate no lo es tanto. Con un punto menos de diferencia que ahora, el PP tiñó de azul el mapa de España, porque la Ley d’Hont funciona en todos los supuestos, reforzando la representación de quien más tiene. Otra cosa es que el mago Sánchez sea capaz de sacar otro conejo de su inagotable chistera, y logre nivelar estos resultados cuando el país se enfrente a otras elecciones, si no logra sacar adelante los presupuestos del 2025. Falta meses para llegar a ese puente, y habrá que cruzarlo entonces, pero mientras tanto, España reacciona a los excesos de una política sin brújula y con demasiada palabrería, como lo está haciendo el resto del continente: acercándose a un ciclo conservador.

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