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Palestina

  • Lancelot Digital
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    Dentro de tres días, el próximo martes, el Gobierno de España va a reconocer unilateralmente el Estado palestino. Será un acuerdo del Consejo de Ministros, adoptado sin esperar a una decisión conjunta de la Unión Europea, o a que amaine la tormenta. La decisión y la fecha fueron anunciadas por el ministro Alvares en plena campaña de las elecciones catalanas, aunque la verdad es que no se ha insistido mucho en ello, ni el asunto ha provocado grandes debates, excepto el rechazo del PP a que se adopte la decisión en estos momentos.

     

    Tiene uno la impresión de que el hecho de que España se sume nuevamente a la tesis de los dos Estados –ya lo hizo en tiempos de Rajoy- y reconozca a Palestina como país independiente, se la trae bastante al pairo al común. Para la mayoría de los españoles -me atrevería a decir que a la mayoría de los habitantes de este planeta- el asunto no es trascendente. Si lo es –y con creciente virulencia, en la medida en que crecen las cifras de víctimas en Gaza- la condena mundial a Israel por su intervención en la franja y por las decenas de miles de muertos que provoca. La intervención israelí, una respuesta a la matanza sin previa provocación de más de un millar de judíos en un pogromo de Hamás, y al secuestro de varios centenares, se ha convertido en una brutal demostración de la voluntad del Gobierno de Israel de exterminar a Hamás, cueste lo que cueste.

     

    Esa voluntad de acabar con los asesinos de Hamás podría haber sido defendida si Israel hubiera adoptado una lógica de guerra diferente. Es cierto que en una situación bélica, cualquier país tiende a elegir la vida de sus soldados antes que la de la población civil del país con el que se enfrenta. Pero Israel no es una dictadura ni una satrapía: tiene que existir proporción en la respuesta, tiene que existir un límite. Y parece haber un claro consenso –incluso entre parte de sus aliados- de que el esfuerzo de Israel por contener el daño a la población civil de Gaza ha sido escaso, tirando a nulo. El horror de las imágenes que llegan de Gaza mueve al rechazo internacional. Un rechazo que se manifiesta de forma más contundente y masiva al producido incluso por las acciones de Hamás que provocaron ésta brutal escalada.

     

    Y es lógico que así sea, porque no estamos ante una cuestión moral, sino de sentido común: de una democracia –incluso armada- hay que esperar lo que no se espera de una banda de asesinos fanatizados: contención y respeto a los civiles. Pero el rechazo a Israel no es sólo fruto de la salvaje respuesta de Netanyahu. También pesa el antisemitismo que contamina hoy a la izquierda europea, como antes infectaba a las elites del continente.

     

    En ese contexto, el reconocimiento formal de Palestina es una apuesta equivocada: Palestina no es hoy una realidad política, no hay una sola población, ni un solo territorio, ni siquiera hay un solo Gobierno. Hay dos Palestinas enfrentadas, la de los clanes en armas de Hamás, en la franja, y la de la Autoridad Palestina que controla malamente Cisjordania, y que lleva décadas a muerte con Hamás.  El reconocimiento no convierte Palestina en un Estado con capacidad de controlar su territorio. Y si es así… ¿De qué sirve en la práctica reconocer un Estado que no existe? ¿Se hace para lavar la conciencia de los países occidentales ante la barbarie de Gaza? Hoy nadie sabe cómo puede pararse esta guerra, ni quién representa a los palestinos, ni siquiera quién aspiraría a dirigir ese territorio partido por la mitad, arrasado al oeste por la guerra y al este por el subdesarrollo y la pobreza.

     

    El reconocimiento de Palestina no soluciona nada, porque nada aporta a los palestinos. Si llegara a materializarse de verdad, sin negociaciones previas entre las dos Palestinas que existen de facto, complicaría cualquier solución, supondría con carácter inmediato un enfrenamiento directo de lo que queda de Hamás con la Autoridad Palestina. Y no sería la primera vez, aunque quizá fuera la última.

     

    La creación del Estado palestino requiere primero de la unificación de Palestina, y después del reconocimiento explícito de Israel. Europa debe trabajar para parar la guerra y unificar Palestina, algo imposible mientras Hamás no haya sido derrotada. Sólo cuando eso ocurra, Palestina podrá tener un futuro. Reconocer una Palestina arrasada, dividida y enfrentada es una pésima idea.

     

    Mientras, la propuesta para precipitar el apoyo a la creación del Estado palestino, defendida por el Gobierno de España, es un fraude: una declaración de principios que responde a la agenda de un Gobierno más preocupado del efecto político de sus gestos y declaraciones, que de ayudar a parar la guerra, o de resolver el verdadero problema del futuro, que es el de quien gobernará la franja –y por ende, media Palestina- el día esperemos que cercano en que la guerra termine.

     

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