Media tonelada de CO2 por cabeza…
Un informe de la Universidad de La Laguna ha provocado un auténtico sismo de la conciencia ecológica de las islas, al asegurar que la media de emisiones de CO2 de un vuelo turístico de ida y vuelta a Canarias es de unos 480 kilos por viajero, casi seis millones y medio de toneladas al año, lo que supone entre un dos y un tres por ciento del impacto que se atribuye a todos los desplazamientos aéreos en Europa.
La publicación del informe coincide con la celebración de Fitur, donde el sector y el Gobierno regional continúan aunando esfuerzos para lograr que la Comisión Europea, extienda la exención de la llamada fiscalidad verde (la que grava el impacto sobre las emisiones de CO2 que comenzará a ser operativa a partir de 2024) más allá del transporte aéreo entre islas y desde las islas a la Península. El sector y el Gobierno quieren que esa exención, ya concedida por la Comisión hasta 2030, se extienda también al conjunto de los vuelos que conectan las islas con la Unión Europea y con nuestro principal emisor de turismo, Reino Unido.
La fiscalidad verde pretende reducir las emisiones de la aviación comercial y lograr que la industria desarrolle aviones que puedan funcionar con combustibles que generen menos emisiones. El Pacto Verde Europeo, suscrito por los países de la Unión, establece la obligación de reducir las emisiones del transporte ¡¡¡un 90 por ciento!!! antes de 2050, y para que eso ocurra es absolutamente imprescindible que la aviación deje de contaminar al ritmo que lo hace. Es cierto que en los últimos 20 años el combustible quemado por viajero se ha reducido de media casi en una cuarta parte, por la mejora en la eficiencia de los reactores y el diseño más aerodinámico de los aviones. La tecnología ayuda, pero esa reducción del consumo por pasajero se ha visto sobrepasada por el hecho de que en ese mismo plazo de tiempo, el número de pasajeros ha aumentado el sesenta por ciento. Y Bruselas pretende que dentro de dos años, se haya reducido ya el dos por ciento de emisiones.
En realidad, el combustible que permitirá que eso ocurra ya existe, y se utiliza con éxito en algunos vuelos: Iberia estrenó a mediados del pasado año su ruta entre Madrid y Washington, con su primer avión para trayectos transoceánicos alimentado por este biocombustible. Consiguió reducir 40 toneladas de emisiones de CO2 por ruta, y algunos días después, su filial de bajo costo -Vueling- comenzó a volar desde Barcelona a Lyon con un reactor híbrido cuyos motores se alimentan con queroseno en el despegue y aterrizaje –cuando más potencia se precisa- y el resto del tiempo con fuel sostenible. El avión redujo la emisión por trayecto en 8 toneladas y media de CO2.
El problema es que este biocombustible es hasta tres veces más caro que el queroseno de aviación tradicionalmente usado por los aviones, y además se fabrica en cantidades muy pequeñas, apenas una diezmilésima parte de lo que hoy sería necesario para proveer todas las flotas mundiales. Es una pena, porque se trata de un combustible fantástico en términos ecológicos: se produce usando desechos industriales y CO2, y puede llegar a reducir la emisión de carbono hasta un 80 por ciento en comparación con los combustibles que se usan ahora. Pero ni hay producción suficiente, ni triplicar el precio de los billetes es asumible, y menos aún en regiones como la nuestra, donde toda la economía gira en torno al turismo.
La opción de incentivar la producción de este nuevo fuel parece en cualquier caso más eficaz que la de grabar emisiones, pero sólo EEUU y Reino Unido apuestan decididamente por apoyar el desarrollo y consumo de estos nuevos carburantes. En Europa se ha asentado la cultura del pago por contaminar, y es difícil sacar a la burocracia comunitaria de ahí. O lograr que se avance en la política de cielo único, que abra todo el territorio comunitario a la libertad aeronáutica, reduciendo las distancias a cubrir por los aviones en un veinte por ciento. Eso disminuiría el consumo de queroseno y las emisiones también en la misma proporción, sólo con la aplicación de una decisión política a adoptar por los países de la Unión.
El problema sigue siendo poner de acuerdo a los países, acabar con el privilegio de los Hub y reordenar el sector. Eso perjudica a los sistemas aeroportuarios más grandes, y por eso no hay forma de que nadie le ponga el cascabel al gato: seguiremos los unos pagando por contaminar, y los otros implorando no pagar. Ya me dirán dónde nos conduce realmente eso…