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Liberation Day


Francisco Pomares

 

 

Estados Unidos tiene una larga y gloriosa historia de decisiones arancelarias suicidas. La más célebre, quizás, sea la de 1930. Concebida para proteger a los agricultores americanos durante la Gran Depresión, acabó provocando represalias internacionales, un colapso del comercio mundial y un agravamiento de la crisis global. Fue tal el desastre que mil economistas escribieron a presidente Hoover pidiéndole que no la firmara. Pero lo hizo, y el resto es historia.


Más cerca nuestro, pero menos hormonado, Trump ya recetó este mismo cóctel en 2018. No era siquiera original, copiaba –extendiéndolas y haciéndolas más agresivas- políticas puestas en práctica por todos los PotUS, incluyendo Clinton y Obama. Los aranceles tienen prestigio en EEUU, una sociedad que cultiva desde hace dos siglos la idea del granero suficiente. El Día de la Liberación consagra uno de los grandes mitos fundacionales del trumpismo: el de que la América que Trump propagandea y define, puede y debe apañárselas sola. Que cualquier intercambio con el mundo de afuera es, por definición, un mal negocio. Forma parte del ADN estadounidense que si hacen falta materias primas, y así preservar las propias para el futuro, se compra el territorio que las produce, se manda la Quinta Flota, se conquista o se invade. La lógica detrás de la paz ucraniana a cambio de tierras raras, la anexión futura de Canadá o Groenlandia, la recuperación de Panamá… forma parte del viejo sueño expansionista que llevó a la joven república de las trece colonias a convertirse en la gran nación de los 50 estados. En las escuelas de EEUU se sigue enseñando que autosuficiencia es sinónimo de fortaleza, y en las casas de los granjeros y desempleados de la General Motor que votan a Trump, se reverencia el proteccionismo, forma elevada de patriotismo.


Esa visión tópicamente estadounidense, adoptada sin rubor por la mayoría del Partido Republicano, devota hoy del apoyo electoral de la basura blanca, enfrentada al liberalismo y enemiga del comercio, ha logrado hacer olvidar a un país que se informa por tuits (con perdón del señor X) que la prosperidad estadounidense se construyó, en buena medida, sobre la apertura de mercados, la innovación global, y el acceso a talento, bienes y capitales del mundo entero. Replegarse no es fortalecer la nación: es conducirla al pasado mitológico, a los tiempos del gran garrote y el primer Roosvelt, el tío Teodoro.


Pues eso: Trump anunció anoche aranceles a las importaciones de medio planeta: China, México, Canadá y, por supuesto, la Unión Europea. Una guerra comercial en toda regla con todo el mundo, envuelta en la bandera de la libertad. Como si lanzar una batería de misiles arancelarios fuese el equivalente económico a derribar el Muro de Berlín. Pero esto no es liberación. Es sustitución del sentido común por el populismo. La libertad económica no se construye levantando muros fiscales, sino derribándolos. El libre comercio, ese concepto que tanto chirriaba a los autócratas del siglo XX y molesta ahora a los demagogos del XXI, no es una amenaza, sino una de las formas más civilizadas de relación entre naciones. No requiere tanques, ni misiles, ni disuasión nuclear, ni tratados secretos. Solo una premisa bien sencilla: cada región produce lo que mejor sabe hacer, lo intercambia con otros, todos ganan, y la paz y la prosperidad se cuelan, sin aspavientos, por las rendijas del mercado. La globalización no es una panacea, implica problemas, disfunciones, injusticias y retrocesos. Pero la globalización ha traído más prosperidad al común de este planeta –especialmente a los países que eran más pobres- que todos los discursos del nacionalismo proteccionista. Y ha traído décadas de paz entre las naciones.


Pero Trump no quiere paz. Lo que el precisa para mantener su tringlado MAGA es manufactura patriótica, acero americano, grano propio y enemigos a los que culpar de todo lo que no funcione en casa. Y ha elegido ya al mejor enemigo posible: Europa: débil, cobarde, burocrática, y -¡pecado mortal!- con superávit comercial.


Las consecuencias de su cruzada arancelaria no se harán esperar: Bloomberg calcula que las exportaciones europeas a EEUU podrían desplomarse hasta en un 90 por ciento. Parece excesivo, pero sin duda habrá fábricas que cerrarán y otras que recortarán turnos. Alemania, Austria, Bélgica, Países Bajos, Eslovaquia… países con un 2 a 5 por ciento de su PIB dependiente de las exportaciones, volverán a la casilla de salida de una crisis que apenas comenzaban a superar.

La Comisión Europea promete un “plan sólido” y “contramedidas firmes”. Ya sabemos cómo suele acabar eso: comunicados solemnes, respuestas medidas y titubeantes, y alguna reunión de urgencia en Bruselas con café malo. Von der Leyen asegura que Europa está lista para el rearme industrial. Mientras llega, nuestras fábricas se irán apagando al ritmo de cada tuit presidencial.

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