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Leer para aprender, escribir para sanar

 

 

Myriam Ybot

 

 

Dijo Óscar Wilde que no existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Y el premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, aseguró que el escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar.

 

La suma de ambas afirmaciones contiene en su esencia el planteamiento inicial con el que arranqué en junio un más voluntarioso que profesional taller de iniciación a la escritura, desarrollado en el marco del proyecto “Lugar de Encuentro con las mujeres de San Bartolomé” que ejecuta la asociación Mararía en Playa Honda con la colaboración de ese ayuntamiento.

 

No se trata ­—lancé a pelo a mi auditorio— de emular a Shakespeare, a Vargas Llosa o a Almudena Grandes, sino de descubrir los mil y un placeres que ofrece esta labor creativa. Porque la escritura es sanadora, ayuda a desenredar la madeja mental, permite la reflexión pausada de lo que se quiere expresar y pone en limpio las emociones, trasladadas al papel sin adherencias, en una suerte de liberador vaso comunicante que nos deja limpias por dentro.

 

Además, escribir reclama slow life, sosiego, tiempo para una misma; y solo la obtención de esa habitación propia en el edificio de nuestras ajetreadas vidas es un logro en sí mismo, incluso si no producimos un Planeta o un Pulitzer. Y más buenas noticias: para aprender, basta el ejercicio de leer.

 

La primera sesión tuvo más discurso que letras y sirvió para reunir (y tratar de rebatir) todo el compendio de razones por las que las asistentes no leían, no escribían (ni lo harían en el futuro) porque les daba vergüenza o les salía fatal, maldita ortografía… Salvada la excepción de alguna valiente con la autoestima en todo lo alto, las posibilidades a priori de obtener unos textos empoderadores sobre los que construir el amor por la lectoescritura parecían escasas.

 

Acudí en septiembre a la segunda cita dispuesta a tratar de animar el cotarro literario con el género epistolar como argumento inapelable, pues la mayoría reconocieron haber mantenido intensas correspondencias con novios acuartelados, maridos embarcados y, en menor medida, familias lejanas. Autoras, por tanto, de centenares de páginas que guardarán vestigios de una lengua en desuso, valiosa información sobre la vida cotidiana de otro tiempo, emotividad y afecto a raudales, puro material literario.

 

Pero cuál fue mi sorpresa al encontrar a varias de mis talleristas con sus folios garabateados a mano, ansiosas por compartir sus trabajos. Y el asombro aumentó al escuchar la lectura de historias chispeantes pegadas a la entraña, el recuerdo minucioso y coloreado de la infancia, anécdotas cargadas de humor, finales abiertos, diálogos insertados en los relatos, versos emocionantes… Un tesoro de creatividad en ebullición, lista para ser encauzada y disfrutada en comunidad.

 

En eso estamos, ellas y yo. La maestra, aprendiendo en cada encuentro de estas mujeres sabias y valerosas; y las alumnas, exponiendo la comodidad de su rutina al asalto de la exigencia de las letras compartidas y abriendo el cofre sagrado de sus inseguridades, su curiosidad y su memoria. Qué fortuna la mía.

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