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La vieja sociedad contra la nueva

 

Por Francisco Pomares 

 

Las calles principales de ciudades de toda España fueron bloqueadas ayer por decenas de miles de taxistas perjudicados por la aparición de nuevas servicios de vehículos con chofer, desarrolladas por empresas como Uber y Cabify. La protesta, que en algunos lugares ha llevado incluso a agresiones contra los empleados de Uber y Cabify, pretende que se cumpla la regulación actual, que establece que las licencias deben guardar una proporción de una por cada 30 taxis, algo que no ocurre en la mayoría de las regiones españolas. En Canarias, la proporción se mantiene en esas cifras, y se ha evitado la movilización. Pero en el resto el país, la bronca está siendo masiva, con miles de taxis cerrando accesos a arterias claves. Se trata probablemente de la mayor protesta jamás realizada por el sector en la historia de España. Una protesta contra formas nuevas de contratación y prestación de servicios antiguos. Formas que favorecen a los usuarios, pero perjudican a los taxistas al reducir su clientela y su volumen de negocio, pero también a los empleados de las nuevas empresas, falsos autónomos en la mayor parte de los casos, que realizan su trabajo en condiciones leoninas y con menores derechos que los taxistas tradicionales.

 

Se trata -salvando todas las distancias- de un fenómeno muy parecido al del nuevo alquiler vacacional, gestionado a través de las redes: los servicios son más baratos que el alquiler convencional de apartamentos turísticos o habitaciones de hotel, y resulta muy conveniente para el consumidor. Pero supone competencia desleal con la actividad hotelera y extrahotelera reglada, encarece el alquiler de la vivienda tradicional, deteriora la convivencia donde se produce, y emplea a menos gente y en condiciones más malas. El comercio electrónico también funciona así: cada vez se compran más cosas a través de la red, se encargan en lugares remotos donde la mano de obra es más barata y los productos llegan directamente al consumidor, con precios más bajos, destruyendo el tejido comercial local. Desaparecen los pequeños comercios, sustituidos por hipermercados, centros comerciales o franquicias, con precios más bajos, peor servicio y empleo paupérrimo.



Igual pasa con el cine, la televisión, la comunicación en general: todo lo que puede ser transformado en bits se desmonetiza y pierde valor. Los sistemas que conectan al usuario con una oferta global, y los dispositivos que nos acompañan a todos lados, están cambiando el paradigma económico: cada vez más, la economía da más importancia al consumo de bienes y servicios que a su producción y prestación. Los bienes se fabrican cada vez más lejos, por personas peor pagadas, y llegan directamente al consumidor. Sin intermediación, menos reparto, menos impuestos, más beneficio para los dueños. Y los servicios son gestionados por empresas que pagan muy poco a sus empleados -si es que los tratan como a tales- o los someten directamente a condiciones de subempleo, les renuevan cada poco los contratos y les mantienen en situación de explotación. La crisis económica ha convertido al trabajador asalariado amparado por un convenio en un raro exotismo, y ha aniquilado su capacidad de respuesta ante los abusos. internet remata la faena, haciendo que el acceso a la oferta de todo tipo de bienes y servicios se convierta en universal para quien pueda pagarlo.



La nueva sociedad destruye sin remordimiento alguno los equilibrios y compromisos de la vieja. Es una cuestión de tiempo: avanzamos hacia un mundo quizá más creativo, pero dónde los beneficios del control de la producción volverá a ser de muy pocos, como en plena revolución industrial. La nueva sociedad devora a la vieja, crea nuevas clases sociales cada vez más lumperizadas y acumula ingentes beneficios para disfrute de los gestores de capital o de las llamadas 'empresas inteligentes'.

 

Pobres taxistas. Creen que tocando el claxon van a parar el futuro.

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