La luna no era azul
Por Alex Solar
Y yo que siempre creí que la luna era azul, tal vez sería por la romántica canción de Hartz y Rodgers que he escuchado una y otra vez. Ahora me encuentro con que puede ser roja, aunque yo la vi gris en mi jardín el pasado 27 de julio. Contemplándola llegué a la conclusión de que todo depende del ángulo en que se mire cualquier cuestión. Rojo o azul son consecuencia del espectro o del cristal con que se mire. O sea, consecuencia de la atmósfera más o menos contaminada, o del efecto de las nubes.
Junto a mí, en esos momentos de éxtasis estelar en los que sentimos que el Universo es tan inmenso que todas nuestras inquietudes y afanes terrestres se antojan vanos, había una persona creyente y que sigue las predicciones de la Biblia. Según ella, el fenómeno celeste, más allá de lo aseverado por los científicos, se trataría de “una señal divina” del fin de los tiempos y de la nueva venida del Señor. No quise contradecirla, yo sin ser creyente tengo a veces la sensación de que esto, tal como profetiza Leonard Cohen en “The Future”, se acaba. “Las cosas se deslizan en todas las direcciones,/ no habrá ya nada que se pueda medir /la tormenta de nieve sobre el mundo/ha cruzado el umbral/ y ha trastocado el orden de las almas”. Lo dice, en la canción, “el pequeño judío que escribió la Biblia”.
Cohen, él mismo judío, era en el fondo profundamente creyente. En ningún dios en particular, sin embargo. Había nacido en el seno de una familia practicante y asistió a la sinagoga con la misma devoción que más tarde, desesperado por sus crisis depresivas, lo haría al ingresar en un monasterio budista.
Observando el eclipse, no sentí ninguna exaltación de tipo espiritual o religioso. Pero pensé en aquellos hombres primitivos o en los de antiguas culturas ya extinguidas, que escudriñaban el cielo en busca de señales que interpretaban con mayor o menor acierto, como es el caso de las culturas precolombinas en América o los persas. Con qué pavor mirarían cada eclipse de sol o de luna, algunos de ellos. O con qué genuino interés, los sabios de las tribus. No podían siquiera imaginar que un lejano día , con instrumentos y vehículos maravillosos, los seres humanos podrían pisar el satélite terrestre y descubrir enormes lagos de agua congelada en Marte. Cierto es también que entre nosotros todavía existen los seres supersticiosos y los incrédulos que, como un famoso deportista español, dudan de la hazaña de la Apolo 11, en julio de 1969. Por entonces, yo tenía veinte años y estudiaba Periodismo en la Universidad, y lo cierto es que andaba más preocupado de lo que pasaba en la Tierra ,en las selvas de mi continente, donde había caído el último guerrillero legendario dos años antes, que en la bóveda celeste.
La Luna, finalmente, esa pálida invitada en los versos de Lorca, nos mostró su sangre y no era azul como correspondería a la reina del cielo. Brillando lentamente, suavemente, “sobre todos los seres vivientes y los muertos”, como diría James Joyce.