La cultura de cobijar y no especular
Usoa Ibarra
El otro día compartí en mis redes sociales la petición de firmas por “Change.org” para que se ponga freno al precio desorbitado de los alquileres en Lanzarote. Tengo la suerte de contar con un techo propio, pero no se me olvidan las 7 experiencias que tuve como inquilina de diferentes inmuebles en mis 22 años en la ínsula, y tampoco, la angustia que he captado de los que intentaron después alquilarme a mí el piso que tuve en propiedad, porque parte de su bienestar psicológico conllevaba que yo aceptara su solicitud.
Es necesario estar en las dos caras de la moneda para analizar el problema de la vivienda en Lanzarote, porque si no has ejercido de demandante y ofertor de un techo, puedes caer en el error de pensar que existe un interés por exagerar la coyuntura que nos toca vivir.
Por un lado, les puedo asegurar que como propietaria nunca me enriquecí alquilando, es más, la actividad siempre fue deficitaria (el alquiler nunca cubrió la hipoteca) y más al entender que un piso es de quien lo compró y no de quien lo habita. Lo explico en el sentido más práctico: se estropeaba la lavadora -la reponía yo- hacía falta pintar las paredes -las costeaba yo- es decir, nunca impuse al alquilado más gastos que los contractuales del alquiler, el agua y la luz (vinculadas a su consumo personal).
Sin embargo, yo sufrí en mis años de alquilar casas en Lanzarote que tuviera que pagar, después de 3 años de pago puntual y buena convivencia, unas sábanas que formaban parte del inventario de la casa, porque se me destiñeron. Pensé en su momento: hay que ser avaro y cutre. También, viví en una habitación subarrendada por una extranjera que hacía negocio conmigo sin que el propietario de la vivienda lo supiera, viví en un piso plagado de termitas que los propietarios no asumían como propias y a las que no ponían solución. Recuerdo mi estancia en una casa terrera donde la humedad llenó mis trajes de moho, pero sus dueños me decían que era lo normal en Lanzarote. En fin, he vivido en situaciones muy poco habitables, pero con un coste que suponía de media el 60 por ciento de mi sueldo.
Por eso, con estos antecedentes en mi haber, cuando me tocó estar del otro lado, empaticé y comprendí que no le podía pedir peras a un olmo si lo que pretendía era evitar los impagos y tener al cuidado de mi propiedad a personas confiables. Y esto conlleva entender que no se puede jugar a la especulación con nóminas precarias. Bastante suerte supone alquilar a personas que asumen tu casa como su hogar: lo cuidan, respetan y lo mantienen en un equilibrio entre lo que ellos necesitan para estar cómodos y lo que hace que un propietario esté tranquilo cediendo a personas ajenas su espacio más costoso.
Termino explicando mi experiencia como interina de Educación, teniéndome que desplazarme a un lugar desconocido en un periodo de 48 horas, con la idea de pagar lo que sea por sentirme acogida en mis necesidades más básicas (techo-baño-cocina). En estas circunstancias, no solo uno tiene que tener unos ahorros para afrontar esa lucha por encontrar alojamiento, en algunas islas y momentos del año tarea imposible, sino que tiene que resignarse a pagar más por la estancia de lo que cobrará por su trabajo. ¿No es esto de locos?