La avería
Mar Arias Couce
Cuando llegué a casa este lunes el techo de mi baño lucía un agujero perfectamente cuadrado. No es que no lo supiera. Sabía que iba a ir el fontanero a casa porque una pequeña gota rebelde llevaba meses horadando el techo sin que nos diéramos cuenta hasta que una pequeña mancha se empezó a hacer visible en el mismo. La mancha creció hasta que fue necesario llamar al seguro para que viniera a solucionar el problema.
La visión del cuadrado funcionó, sin embargo, como un auténtico viaje en el tiempo, como una magdalena de Proust particular. De repente, me encontraba en el cuarto de baño de mi casa de la infancia. Yo tenía doce años, y una avería de mi vecina de abajo se había saldado con un perfecto cuadrado en el suelo de mi baño que comunicaba ambas casas como una ventana indiscreta perfecta.
Aquel simple problema doméstico se convirtió para mí, hija única siempre en búsqueda de estimulantes para mi imaginación, en una auténtica fiesta. Me asomaba por el agujero tratando de descubrir cómo se viviría allí abajo. Imaginaba un sistema de poleas para poder enviar a mi pobre gato (que me seguía en todos mis disparates) a investigar.
A ver, se trataba de la casa de mi vecina Adela, que era un ama de casa encantadora, y no un espía de la KGB, pero yo imaginaba que sí. Que aquella señora de un pueblo de Extremadura era justo eso.
Lógicamente, mis padres tenían el agujero tapado con un cartón por aquello de la indiscreción, pero cuando no se escuchaban ruidos, yo abría esa ventana a otro mundo misterioso para imaginarme que Adela y su marido no eran quienes decían ser. Y claro, yo era la persona adecuada para descubrirlo.
La obra se arregló y Adela siguió siendo la señora encantadora que nos traía fruta y aceitunas del pueblo, y a mí se me olvidó la extraña anécdota del agujero en el suelo de mi baño y en el techo del suyo. Hasta este lunes en que todo aquello volvió a mi cabeza de golpe.
Debo decir que agradecí mucho que el doble techo de mi casa no permita descubrir ninguna intimidad. Y dicho sea de paso que mi vecina de arriba no tenga hijas con la imaginación disparatada cuya cabeza pudiera llegar a asomar a la intimidad de nuestro hogar.
Sin embargo, me sigue pareciendo increíble que, a pesar del paso de los años, nuestros recuerdos más nimios sigan ahí, pugnando por salir y recordarnos las anécdotas más remotas y olvidadas.