El cambio de posición de Sánchez, de sus ministros y del PSOE sobre la amnistía a los implicados en el procés, está siendo afeado por algunos medios de comunicación, de forma argumentada y con pruebas, tirando de hemeroteca. Las declaraciones recogidas y publicadas estos días no dejan el más mínimo lugar a dudas: hasta que Puigdemont dejó claro que la amnistía era imprescindible, condición innegociable para que los indepes de Junts apoyaran la continuidad de Sánchez al frente del Gobierno, todo el PSOE creía –como un solo hombre- que la amnistía no cabía en nuestro ordenamiento legal.
Del Gobierno, aparte Sánchez, son hasta once sus ministros que antes consideraban inconstitucional amnistiar a Puigdemont y los suyos, y ahora lo creen no sólo posible, sino también conveniente para garantizar “la convivencia entre Cataluña y el resto de España”. Pasar de una total negativa a asumir que amnistiar a los implicados en el proces, es la dovela del arco de la convivencia entre españoles y catalanes, resulta un cambio de criterio muy difícil de explicar. Un cambio tan contundente y rápido –en apenas el tiempo transcurrido desde que se conocieron los resultados electorales- que resulta evidente que responde única y exclusivamente a que Sánchez, quiere por encima de cualquier otra consideración, seguir gobernando.
Sinceramente, no me sorprende demasiado. Lo que llevamos vivido desde que el actual presidente se hizo cargo del Gobierno es una recurrente adaptación de los propios principios (al modo marxista, tendencia Groucho: “estos son mis principios, si a usted no le gustan, tengo otros…”) a la necesidad política de cada momento, entendida siempre como necesidad de seguir instalado en Moncloa con derecho a Falcon.
Sánchez nos dijo que no gobernaría con Podemos, y lo hizo. Nos dijo que no indultaría a los políticos catalanes condenados por el Supremo, y lo hizo. Que no derogaría la sedición, y lo hizo. Que jamás pactaría con Bildu, y lo hizo, por más que haya querido negarlo, hasta que Otegui le recordó el alcance de sus acuerdos, que son los que han permitido que el Gobierno apruebe sus presupuestos.
Que un político mienta a sus electores no es una sorpresa. Sánchez no es el primer político español que ha engañado a la gente. Ni será el último. La cuestión es que sus mentiras –que él mismo y su conmilitón Zapatero prefieren calificar de “cambios de opinión”- han afectado estructuralmente a la integridad de la vida política española. La incorporación de Podemos al Gobierno supuso un cambio tan radical en las reglas del juego de nuestra democracia, que desde entonces la polarización y el frentismo se han convertido en los ejes del debate público, provocando un deterioro institucional creciente, una conflictividad partidaria en todos los órganos y servicios del poder, y un discurso basado en falsedades y relatos construidos por fábricas de stoytellers que pagamos generosamente con recursos del Estado. El indulto, que Sánchez nos dijo que jamás llegaría, ha creado las bases para la exigencia de una amnistía ilegal e imposible, mientras la desaparición paralela del delito de sedición, ha empujado a un envalentonamiento del independentismo en todos los territorios. El pacto con el partido heredero de la agenda política de ETA –Bildu-, ha supuesto la traición de los socialistas vascos al legado de quienes les precedieron y sacrificaron todo –incluso sus vidas- para hacer posible una convivencia sin miedo, de nuevo vencida.
En cuanto a la amnistía, es el cierre del círculo, el golpe de gracia a lo que ha sido durante más de cuarenta años –más de lo que duró el franquismo- una historia de paz civil y progreso que arranca con la reconciliación del 78. Nuestro país ya aprobó una última amnistía que trajo la concordia entre los españoles. Esta sólo provocará división: un cisma irreparable en el PSOE, donde las voces de quienes no acumulan canonjías gracias a la voluntad de Sánchez, se levantan cada vez más airadas: ex secretarios generales, como Almunia o Felipe González, referentes socialistas como Alfonso Guerra, o ex presidentes regionales, como Lambán, claman ya contra la adopción de una medida que fuerza y violenta la Constitución actual e impide cualquier posibilidad de entendimiento futuro entre los dos grandes partidos españoles para poder reformarla. La amnistía provocará también una herida irreparable en el tribunal de garantías, cada día más condicionado por la militancia y la servidumbre política de sus jueces, recompensados con el cargo, por los servicios prestados o la fidelidad al mando político.
Pero -sobre todo- una amnistía que sea fruto de la necesidad de gobernar, quebrará la credibilidad en el sistema hasta un punto de no retorno. Abrirá la espita del oportunismo y el desprestigio de la acción política, aplastará los valores democráticos y alimentará el crecimiento del populismo y su radicalización.