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Guardiola: odio y amor

 

Andrés Martinón

 

Escuche el audio de la columna 

 

 

Hace unas semanas que vi el partido de vuelta entre el Manchester City y el Real Madrid. Me alegré enormemente de que pasara el conjunto español. Pero me llevé un pequeño desencuentro conmigo mismo al finalizar la eliminatoria.

 

Pensaba que si el Madrid pasaba significaría la derrota del equipo que entrena Pep Guardiola. Es más, quería que perdiera Guardiola, como si él fuera los once jugadores que se enfundaban la elástica azul celeste del conjunto inglés.

 

De un tiempo para acá, supongo que desde que se desencadenó la vertiente más independentista catalana, le cogí tirria al de Manresa. Supongo porque se posicionó a favor de él las defendía, parecía más cercano a las tesis de Junts y Esquerra).

 

Pero me puse a ver el partido y de repente toda idea política se me fue. Vi a un equipo de autor. Dicho en el mejor sentido de la palabra. Esculpido en cada entrenamiento y en cada incorporación. Un equipo superior al español en todo menos en una cosa: en saber ganar. En el resto fue superior. Me recordó como hace 14 años España ganó un Mundial jugando como los ángeles. Una realidad que parece haberse convertido en sueño. Es curioso esto que digo, porque la frase siempre es a la inversa: un sueño hecho realidad.

 

El tiki-taka o juego de toque o como lo queramos llamar parecía haberse convertido en una especie de espejismo que no existía, en una utopía de intentar la belleza, pero sin conseguir el objetivo y Guardiola me había devuelto la fe en los entrenadores y equipos, en general, que demuestran que jugando bien al fútbol se tiene más posibilidades de ganar. Eso sí, amigos, contra el Madrid, aparecen esas pequeñas probabilidades aritméticas que demuestran que el fútbol es el deporte más grande porque es el más injusto.

 

Y de repente, Guardiola pierde. Y veo a un entrenador respetuoso como su homólogo: Carletto, el hombre que tiene dos grandes características: es capaz de bajar una ceja tanto como subir la otra y luego, una que no me gusta cuando mis hijos ven el partido: la persona que más abre la boca cuando mastica un chicle. Disculpen este comentario, pero es que todavía estoy en edad de crianza y de labor educativa.

 

No solo es respetuoso con Ancelotti, es correcto en la rueda de prensa. Habla con respeto de un Real Madrid al que llegó a minusvalorar (cuando con condescendencia decía que ganaban porque eran atletas; en alusión a que los suyos ganaban por el talento futbolístico). Aquí sí habla de la seria dificultad de enfrentarse al equipo que seguramente más veces le ha ganado. Pero el hombre lo decía una y otra vez: hicimos lo que solemos hacer siempre cuando ganamos.

 

Y entonces empecé a ver a ese entrenador de fútbol que cuando habla, no habla como un futbolista. Responde a las preguntas con reflexiones y no con obviedades. Me hace recordar a ese entrenador que cuando fichó por el Bayern Munich dio su primera rueda de prensa en alemán. Con dos cojones. Demostrando que un español (porque él es español, aunque a veces no lo quiera), cuando se propone algo, lo consigue por la vía de la excelencia.

 

Me encanta de Guardiola su pasión. Cuando entrena irradia una intensidad que contagia. Se ve. Y me devuelve a mi teoría que la grandeza no está en el talento, ni el trabajo. Esa dicotomía de discusión. La grandeza está en la pasión. En esa virtud divina que se entrega a los que están dispuestos a dar su vida por una misión: pueda ser el fútbol de Guardiola, la guitarra de Paco de Lucía o la física de Albert Einstein.

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