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Europa se blinda

  • Francisco Pomares
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    Cuatro centenares de personas arribaron a las costas de Canarias la pasada semana, tras atravesar el Atlántico en frágiles embarcaciones, en medio de la general indiferencia. También la pasada semana, la Unión Europea aprobaba el nuevo pacto de Migración y Asilo, atascado desde años atrás, y en el que –al final- se impuso un discurso restrictivo a los derechos de los inmigrantes (especialmente al derecho de asilo, que creíamos consolidado en Europa) y un acercamiento –siquiera simbólico- al acuerdo de Macron con la ultraderecha francesa.

     

    Una sorprendente coincidencia de acontecimientos, que supone además un cambio en el discurso tradicional de la socialdemocracia europea, históricamente defensora del derecho de asilo y de los derechos de los migrantes. Los líderes, partidos y medios de propaganda de la izquierda europea aplaudieron unánimemente el acuerdo alcanzado, aun recordando el hecho de que no es perfecto. Por supuesto que no lo es, ningún esfuerzo humano tiende a acercarse siquiera a rozar la perfección. El problema de este acuerdo es que –a pesar de la voluntad de preservar nominalmente lo que Europa puede llegar a cumplir- implica un retroceso con las normas y reglas actualmente existentes.

     

     

    El nuevo pacto implica mecanismos diferentes a lo largo de todo el proceso migratorio, que marcan al migrante desde su llegada, con trámites más duros, menor protección, y más posibilidades de que los migrantes sean devuelto a su país de origen sin contar con protección jurídica. Es un retroceso que afectará a miles de personas.

     

    Especialmente grave resulta la decisión de la Unión de reducir a los seis años la edad en que los menores son tratados como si fueran adultos para la identificación policial de su identidad, con procedimientos que incluye la toma de datos biométricos, huellas, y reconocimiento facial, de manos y de ojos. Las entidades que se ocupan de la defensa de los menores han puesto el grito en el cielo, por lo que supone someter a niños a controles policiales parecidos a la detención. Además, y a pesar de contar con el eurodiputado López Aguilar entre los negociadores del acuerdo, este no ha resuelto una de las principales reclamaciones isleñas, que es la de establecer un principio de solidaridad obligatoria (curiosa expresión) que resuelva el problema de los 4.000 menores que permanecen en las islas.

     

    Es cierto que lograr un acuerdo que pudieran suscribir todas las naciones europeas es realmente difícil, porque no existe en estos momentos un criterio común: la política migratoria de los países que han soportado avalanchas humanas fruto de las guerras de Afganistán, Irak o Siria, o de la crisis prebélica que aqueja hoy gran parte del Sahel, es diferente a la de los países de economías fuertes y prosperas, que llevan recibiendo emigración laboral desde hace decenios. Y no sólo porque la emigración que huye de la guerra o la opresión se mueva por urgencias y mecanismos muy distintos a la que busca mejorar sus condiciones económicas. También por la necesidad de dar respuestas diferentes a ambos fenómenos, que a veces se confunden. Por desgracia, una Europa cansada de la presión que recibe por los procesos de huida masiva de los países en guerra, y en algunos casos asustada por el crecimiento desbocado de esa presión, ha optado –con carácter general- por reconducir las garantías y protecciones del derecho de asilo, hasta acercarlas a las del derecho migratorio normal.  

     

    Con la voluntad de establecer un marco común a todos los países de la Unión en la gestión migratoria, el acuerdo ha optado por el mínimo común denominador, reduciendo la acogida de refugiados y transformando el acuerdo en un conjunto de reglas que apuestan por un mayor control y refuerzo de las fronteras comunitarias y el establecimiento de una serie de medidas solidarias, que van desde la reubicación, la contribución financiera y otras alternativas. Entre lo más chocante, la posibilidad de que los países miembros que se nieguen a acoger migrantes, abonen 20.000 euros por cada uno que rechacen. Esos recursos serán usados para hacer frente a crisis que afecten al estados miembros o terceros países. La propuesta de pagar por cada emigrante no deseado, además de incurrir en la definición de personas como mercancías, parece bastante inútil: con la burocracia europea, los recursos no llegarían nunca a tiempo de hacer frente a las crisis, y se convertirían en una suerte de tasa para mantener dentro del acuerdo a los países más reticentes a aceptar migrantes.

     

    Algo que no sólo demuestra que la mercantil Europa puede estar enfrentándose a una quiebra de los valores que la definían, sino que a veces no alcanzar un acuerdo puede ser mejor que lograr un acuerdo política y humanamente indefendible.

     

     

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