El Tribunal Constitucional
Francisco Pomares
Hace dos días, y con inusitada rapidez, el Constitucional rechazó el recurso de amparo presentado por Puigdemont y su ex consejero Toni Comín, contra la orden de detención dictada en su contra por el juez Llarena por los delitos de desobediencia y malversación. La inadmisión del recurso fue adoptada por la Sala de Vacaciones del Constitucional, que se ocupa de resolver en agosto los asuntos de urgencia, el voto a favor de los dos magistrados conservadores y en contra el de la única magistrada del sector progresista. La decisión se adoptó coincidiendo con momento político sin duda especial, mientras los socialistas negocian con Junts la investidura de Pedro Sánchez, y provocó el anuncio de la Fiscalía de que recurrirá en septiembre el acuerdo de inadmisión, por entender que no existiá urgencia para decidir sobre la petición de Puigdemont y Comín. El criterio de la Fiscalía coincide con el de la magistrada progresista de la Sala, que también presentó voto particular a sus colegas conservadores.
El asunto tiene su enjundia: cuando el septiembre se presente el recurso de la Fiscalía, los magistrados del Tribunal de Garantías ya habrán regresado de sus vacaciones, y la mayoría progresista decidirá que el recurso de Puigdemont sea aceptado. Es desolador –aunque no resulte una sorpresa- comprobar como nuestra politizada Justicia coincide en sus decisiones con lo que conviene a los que nombran a los jueces: los magistrados conservadores de la Sala de Vacaciones inadmiten el recurso de Puigdemont, la progresista, pide que se admita, el Ministerio anuncia que la Fiscalía recurrirá la decisión de la Sala… saber qué decidirá el pleno del Constitucional no requiere de mucha inteligencia.
Dicho eso, si usted tiene tiempo y ganas de pasear su vista por los medios de comunicación más importantes del país, descubrirá que interpretan los hechos también en función de los intereses que sirven o creen servir: algo le ha pasado a nuestra intelligentsia mediática, que tiende a comportarse como una hinchada. Los goles del adversario son fruto del juego sucio, y los penaltis propios fallados son culpa de los árbitros comprados. Los grandes medios españoles se están convirtiendo irremediablemente en órganos partidarios, sus periodistas en escribidores sectarios y sus páginas sólo caben opiniones y reflexiones segadas en una sola dirección. Se trasforman en meros instrumentos de poder, entregados a opciones ideológicas cada vez más frentistas y por eso extremas en el rechazo al de enfrente. En ellos cabe cada vez menos la reflexión desapasionada, el análisis sereno, la pedagogía y el sentido común. Los titulares se parecen cada vez más a consignas y la información no persigue ofrecer instrumentos para que cada cual se forme una impresión de lo que ocurre. El alma de las noticias se contamina y sucumbe al espíritu utilitarista de las fakes.
Hoy hablaba con dos jóvenes periodistas sobre lo que fue la Transición, lo que supuso aquel esfuerzo nacional de entendimiento, lo que hubo que tragar y perdonar, como se gestaron los consensos desde el compromiso, venciendo la furia, el miedo, el odio y a veces el asco. Era sin duda entonces nuestro país un país diferente, un país que hoy sólo recordamos a veces los viejos, y que ha sido caricaturizado hasta lo grotesco por detractores y dinamiteros del mayor período de democracia y progreso de la Historia moderna de España. Un tiempo en el que los liderazgos no los ejercían gente como Sánchez, Feijóo, Yolanda y Puigdemont, sino tipos de otra pasta, Suárez, Carrillo, Felipe y Tarradellas. Gente dispuesta a dar la mano al adversario, a concederle el beneficio de la duda y a aceptar que en todas las negociaciones –en todas- hay que ceder para obtener algo.
Lo de ahora es distinto: vivimos un tiempo de facciones, fracciones y fracturas. Un país partido en dos bloques, divididos a su vez en facciones rabiosas entre ellas, que se han apoderado de todas las instancias institucionales y repartido la judicatura, la policía, las universidades, los medios públicos y privados, con voluntad de expulsar al adversario, de desalojarlo de cualquier esquina del poder, de desintegrar los sistemas de equilibrio consustanciales al ejercicio democrático del poder. Sólo la actividad económica permanece aun –parcialmente- independiente, a pesar del reparto de prebendas, sinecuras y canonjías que permiten la ejecución presupuestaria y los fondos extraordinarios. Vamos camino de una sociedad sin ideas, mediocrizada, intervenida y rota.
Bien mirado, ante todo eso, que Puigdemont vaya a decidir quién gobernará mañana este país es sólo una vergonzosa anécdota. Y lo del Constitucional, mera pólvora de vacaciones.