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El extraño caso de Mr. Hyde

Por Alex Solar

 

Antes de que la ciencia médica etiquetara el desdoblamiento de la personalidad y la psiquiatría lo llamara trastorno disociativo de la identidad, como suele ocurrir, la literatura ya se le había adelantado. No debe confundirse la doble personalidad con el delirio esquizofrénico, donde los yoes son expulsados y el sujeto queda despojado y empobrecido hasta la estupidización.

 

 Robert Louis Stevenson, en 1886, soñó con un médico que se transformaba en un criminal dando rienda suelta a los  bajos instintos que creía que coexistían en cada ser humano con la bondad, siempre en guardia contra éstos. El doctor Jekill (nombre ficticio del personaje protagonista compuesto de je, yo en francés, y kill, matar en inglés) se transformaba en su laboratorio en Mr. Hyde (de ocultar, hide, en inglés) mediante la ingesta de una pócima en un monstruo  diabólico, con la fuerza y la astucia de muchos hombres.

 

La novela fue un éxito en la Inglaterra victoriana, que luego se extendió por el mundo hasta nuestros días, en que ya lleva decenas de adaptaciones cinematográficas. Sobre ella se han escrito las más variadas interpretaciones, precisamente debido a esta calidad anticipatoria a las doctrinas modernas de la personalidad (Freud) que señalaba antes, puesto que el ser humano sabe que en él conviven Ariel y Calibán, Caín y Abel. Y que no existe un yo, sino muchos, oscurecidos por nuestra elección final del yo que será responsable de nuestro triunfo o fracaso.

 

En la película de Buñuel Ensayo para un crimen, el protagonista cree que puede realizar todos su deseos por medio de una cajita musical, incluso los peores, como es la muerte de su institutriz, que fallece fortuitamente. Y así sigue, “causando la muerte” a muchos, hasta que arrepentido decide entregarse a la justicia. El funcionario que le atiende le tranquiliza porque “el pensamiento no delinque, y si todos los que quieren matar a alguien estuvieran en prisión, lo estaría la mitad de la humanidad”.

 

Por lo tanto, estemos tranquilos y aliviados si hemos soñado con torturas, azotes y hasta asesinatos. Y aparte de no culpabilizarnos por ello, estos deseos conscientes o inconscientes que no llegan a ser actos, sino pensamientos obscenos, no van a pasar delante de ningún tribunal. Salvo para los hipócritas y torquemadas que piensan que los actos culpables comienzan con el mero deseo de ejecutarlos.

 

 

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