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El elefante en la cacharrería

Por José Carlos Mauricio

Publicado en La Provincia

 

 

En julio de este año se inició la fase última de la campaña electoral norteamericana, con la designación de los dos candidatos presidenciales, Donald Trump y Hillary Clinton. Las dos sucesivas, multitudinarias y festivas convenciones se convirtieron de hecho en el pistoletazo de salida para una carrera desenfrenada, agresiva e histérica de dos candidatos a la conquista de la Presidencia de Estados Unidos, el país más poderoso del mundo.

 

Los ciudadanos del mundo han asistido desconcertados primero y atónitos y asustados después, a un durísimo combate en que se traspasaron todos los límites de la decencia y el juego limpio. Se violaron todas y cada una de las normas, escritas y no escritas, en que se sustentan los sistemas democráticos. Trump hizo de las elecciones una especie de reality show: descarado, mentiroso, provocador, protagonizó un grotesco espectáculo de insultos, amenazas y groserías que curiosamente divirtió y entusiasmó a la mitad de los ciudadanos norteamericanos, mientras indignaba a la otra mitad. La televisión, con audiencias masivas, llevó la sucia pelea a cada pueblo o ciudad, a cada familia y a cada hogar.

 

¿Qué ha llevado a una democracia tan ensalzada y admirada, a la que muchos consideran ejemplar, a degradarse hasta este nivel? La respuesta parece estar en la constatación que detrás de estos dos candidatos bulle el drama de una nación frustrada, profundamente dividida, expresión de una sociedad rota que reacciona con cólera y miedo.

 

La cólera y el miedo

 

La campaña de Hillary se definía por su eslogan, que pretendía ser una propuesta para la superación del conflicto: Juntos seremos más fuertes. Pero el pueblo americano no estaba unido ni quería unirse, estaba dramáticamente enfrentado. Justamente partido por la mitad. En una sociedad de múltiples enfrentamientos: los trabajadores blancos contra los negros; también contra los hispanos y otra clase de inmigrantes; el histórico conflicto de hombres contra mujeres, alineados por género con cada candidato; la generación-Internet contra los grandes poderes financieros y los brokers de Wall Street; los empresarios en crisis contra las grandes empresas tecnológicas. En definitiva, la América profunda, tradicional y religiosa contra los efectos de la globalización y el poder de las élites que han provocado una profunda crisis social y de identidad en la sociedad norteamericana.

 

La campaña de Trump se definía por un eslogan contrario al de Hillary: Hagamos una América grande de nuevo. Lo que suponía luchar contra el poder para superar sus debilidades. Luchar contra el stablishment, de Washington y Nueva York, que habría traicionado los sagrados intereses de la nación. Por eso el programa de Trump es un conjunto de propuestas simplistas, reaccionarias y populistas. De ese populismo de derechas que se ha extendido por todo el mundo, en especial en Europa, como reacción a la globalización, que a su vez ha impulsado y beneficiado a la derecha mundial. Un curioso fenómeno histórico: la derecha popular y nacionalista contra la derecha global.

En estas elecciones americanas, los dos sectores chocaron violentamente. En los tres grandes debates televisivos, ante audiencias masivas, Clinton y Trump discutieron de todo y coincidieron en nada. A excepción de su odio mutuo: “Si gano la meteré en la cárcel”, amenazó Trump. “Es usted la vergüenza de este país”, replicó Hillary. En un momento, el moderador preguntó: “¿Si usted pierde, señor Trump, respetaría el resultado?”. La respuesta, igual de directa y contundente: “Solo si gano”.

 

La democracia americana se había desnudado y enseñado sus miserias. Los candidatos, tantos los aspirantes presidenciales como los del Congreso y el Senado, eran financiados sin pudor por los poderes económicos. El interés general se había perdido no se sabe dónde y solo aparecían intereses particulares de las grandes empresas. Las petroleras estaban contra el acuerdo de París para el cambio climático. Las farmacéuticas contra el Obamacare y el control de sus precios. Las multinacionales exigían una bajada radical del impuesto de sociedades. Y los proveedores de la industria militar propugnaban un incremento sustancial del gasto para financiar sus nuevos y costosos programas. Mientras Trump ofrecía volver al viejo proteccionismo para proteger a las empresas norteamericanas en crisis, perjudicadas por los tratados comerciales de México y el Pacífico. Y que ahora se negocia con Europa.

 

La gracia de Trump más celebrada por sus admiradores fue asegurar que la amenaza del cambio climático es “un cuento chino”. Y así lo explicó: “Lo han inventado los chinos para obligarnos a tomar medidas contra nuestras empresas, arruinarnos y quedarse con nuestros mercados”. No es de extrañar que la noticia del triunfo de Trump provocara desolación y lágrimas entre los dos mil asistentes a la cumbre del cambio climático de Marrakech. Por si fuera poco, a los europeos nos mandó dos mensajes inquietantes: uno, felicitar a la señora May por su brexit, ofrecerle todo el apoyo de Estados Unidos para debilitar Europa; y dos, “si los europeos quieren que les defendamos con la OTAN tienen que duplicar su gasto militar para que Estados Unidos pueda reducir el suyo”.

 

El meteorito

 

El peligroso juego y el esperpéntico espectáculo terminaron por asustar al mundo. Aunque portavoces cualificados, de esos que llaman bien informados, salieron a tranquilizarnos: “Son cosas de la campaña electoral. Muchas de las propuestas se hacen solo de cara a la galería, para conseguir votos. Y en realidad son inaplicables. Y, además, Trump no puede ganar. El pueblo americano no está loco. Es verdad que está harto de sus élites dirigentes. Pero al final se impondrá la cordura y las aguas volverán a su cauce”. Paul Krugman, famoso Premio Nobel de Economía, escribió en el New York Times, días antes de las elecciones: “Salvo una catástrofe política equivalente al impacto de un meteorito, Hillary Clinton será la próxima presidenta de Estados Unidos”.

 

Pero Krugman no acertó y el meteorito cayó. Tan grande como el que cayó en México hace 60 millones de años y provocó un largo invierno nuclear y la extinción de los dinosaurios de la faz de la tierra. El increíble resultado electoral demostró que nadie supo calibrar la profundidad del rencor de amplios sectores de la sociedad americana contra sus élites dirigentes. Ni el alcance de su rechazo frontal a la globalización.

Las elecciones del 8 de noviembre se han convertido en un acontecimiento histórico que marca el final de una época y el inicio de otra. El tránsito del siglo XX al siglo XXI, que ha empezado ya. Habíamos recibido ya grandes avisos: en el 2001 el atentado de las Torres Gemelas y el Pentágono provocó sucesivas intervenciones militares en Oriente Medio, con su secuela de guerras locales, terrorismo y emigraciones masivas, que han terminado por desestabilizar a todo el planeta. En 2008 se desplomó el poder financiero y se descontrolaron los mercados que gobiernan la globalización, lo que llevó a crisis sociales y a una tremenda extensión del paro y la pobreza.

 

La lección estaba clara pero no se quiso aprender de ella. Y al final, esta sucesión de acontecimientos nos ha llevado a que vaya a presidir el país más poderoso del mundo un personaje estrafalario e irascible, del que depende el maletín del botón nuclear que nos puede llevar al desastre. Nos ofrece pócimas y ungüentos para cada uno de los problemas del mundo. Lo que nadie sabe es si le dejarán aplicarlos. Por de pronto no lo tiene fácil: ya se han movilizado los grandes poderes mundiales para frenarlo e impedir que haga disparates. Y por muy histriónico que sea, Trump sabe que no es lo mismo exaltarse en un mitin televisivo que sentarse a tomar decisiones en el Despacho Oval o en el Situation Room.

 

Con las ideas de Trump y el mundo complejo e inestable al que se tiene que enfrentar hace prever una Presidencia llena de bandazos, avances y retrocesos, contradicciones y conflictos, típicos de un tiempo de transición. La transición de un mundo viejo a otro nuevo, en que hay que construir otro orden mundial, un nuevo modelo de relaciones internacionales basados en el equilibrio de varios poderes, sin ningún superpoder. El tránsito llevará décadas, nadie sabe cuántas. Pero lo que sí sabemos es que ese nuevo tiempo histórico ya ha empezado. Empezó la semana pasada, un martes 8 de noviembre, con la llegada de un presidente americano imprevisible y diferente a todos los anteriores.

 

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