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El cortesano curioso

Francisco Pomares

 

La muerte de Jerónimo me coge en uno de esos días en los que no consigo entender nada: coinciden el día de la promesa de Torres como ministro, y el de la definitiva retirada saavedrina, como si la parca desde el más allá quisiera mandarnos un mensaje sobre el final definitivo de aquella época y el nacimiento de otra. En realidad, la época de Saavedra comenzó a languidecer hace ya años.

 

Recuerdo con un poso de amargura el día en que el presidente Zapatero le zarandeó públicamente, ante la mitad de los directores de medios de comunicación de Canarias –todos los de Tenerife- porque Saavedra había amagado su desacuerdo con la opinión de su jefe sobre la cobardía de la Transición. Fue durante un almuerzo en el hotel Mencey, y ya en los cafés: Zapatero insistía en la necesidad de una Ley de Memoria Histórica que superara los miedos de la Transición, y Saavedra –a la sazón alcalde de Las Palmas- defendió el consenso, el acuerdo y el entendimiento, los valores que enterraron los fantasmas de la Guerra Civil. Fue alucinógeno ver al bambi presidencial convertirse durante apenas medio minuto en un salvaje y voraz animal de dientes de acero que despachó al alcalde con un par de mandobles de asta.

 

Tras la reprimenda, un Saavedra avergonzado por la pública e innecesaria ferocidad de su jefe se replegó sobre sí mismo en silencio, y no volvió a decir ni pío. Aún así, todos le arropamos, solidarios con su leyenda de político infalible, capaz de sortear los peores momentos sin mostrar el más mínimo asomo de duda. Cuando Zapatero se fue, Jerónimo nos agradeció educadamente el arrope, uno a uno, pero yo creo que le quedó claro que el mundo se le había vuelto distinto. En realidad, era el PSOE lo que había cambiado, y él no lo había hecho al mismo tiempo: siguió siendo un socialista leal con sus propias ideas, un hombre de pasiones intensas pero tranquilas, un moderado de izquierdas aferrado a las formas gentiles de su propia excelencia y cultura, ese gusto casi neoclásico por el refinamiento, que le elevaba por encima de la mediocridad de los tiempos.

 

De formación italiana, modales florentinos y una innata astucia para entender las formas y los límites del poder, Saavedra fue durante treinta años –desde que los socialistas dejaron la protección pactada de Campeso para hacerle secretario general, hasta aquél día inmerecido e innecesario de bronca pública- la representación más pura del socialismo en libertad. Ojo, no era en absoluto un santo: era un político capaz de argumentar marrullerías como buen abogado, de decidir la suerte de otros sin un átomo de remordimiento y de agotar al adversario como el sindicalista entregado que también era. Pero todo eso, todo aquel poder casi monárquico, sin duda absoluto, ejercido sin delegación durante décadas de incuestionado mando en plaza, eran sólo la parte más visible de su inesperado carisma. Lo que realmente le definía era la contradicción entre su alma sublime, soberbia, a veces taimada, y la férrea voluntad de respetar, por encima de todo, la humanidad de los otros.

 

Despejaba a sus adversarios de un plumazo, desbarataba con un gesto del meñique -o con la palabra justa- conspiraciones contra él preparadas durante meses, gobernaba por consiguiente de forma cauta e inflexible, pero jamás destruyó a nadie que se hubiera levantado contra él, ni permitió por defecto que alguien lo hiciera en su nombre. Conocía bien el poder, pero creía absolutamente en las normas, principios y complicaciones de la Democracia. Por eso protegió a sus adversarios, dio segundas oportunidades a quienes habían fracasado contra él y construyó –con la ayuda del leal Jota y la colaboración de cientos más- un partido en el que se respetaban las reglas, se despreciaba el odio, se alentaba el talento y se trabajaba en la aventura hercúlea de construir la región.

 

Y luego está lo que cada cual pueda sentir sobre este hombre: yo formo parte de la generación que maduró en aquél tiempo en que nos pareció un gigante herido, atacado por la cojera. O un cortesano curioso que adoraba los chismes, la música, el liebfraumilch palatino y la grandeza. El hombre que dedicó la mitad de su vida a hacer que Canarias fuera posible. Porque a él se debe, sin duda, el renacimiento de la región, medio siglo después de haberse partido; se debe la definición de la izquierda canaria como una izquierda hospitalaria y abierta al debate y la disidencia; se deben las escuelas, y con ellas toda la belleza escasa que nos legó el siglo; se debe el último servicio de hacer normal lo que entonces no se aceptaba ni por asomo como normal; y se debe también la apuesta por Europa, que nos salvó de nosotros mismos.

 

Fue el personaje irrepetible de aquél tiempo acabado.

 

Que la tierra le sea leve.

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