El arte de presentar
Andrés Martinón
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Supongo, estimado lector, que, para uno, su padre y su madre son los mejores. Lo entiendo así porque, entre otras cosas, no hemos podido ni elegirlos ni compararlos. Hoy hablaré de mi padre. Para mí el mejor del mundo, pero entiendo que ustedes puedan estar pensando que me equivoco. Seguro que tienen razón, pero como me toca a mi escribir hoy, les voy a rogar que me permitan este pequeño privilegio.
Mi padre es una persona normal que tiene (lo tenía mucho más potenciado cuando era joven) una virtud que no he visto a nadie que lo haya perfeccionado tanto como él. Puede parecer una tontería, pero era majestuoso verlo en acción. Su gran virtud era presentar a dos personas y que éstas sobre la marcha ya se encontraran inmersos en una conversación digna de amigos de la infancia.
Les voy a explicar el 'modus operandi'.
Si yo iba por la calle caminando con él en dirección a algún sitio cualquiera y nos cruzábamos con alguien que él conocía, nos deteníamos. Mi padre lo saludaba con afecto y cariño. Seguro con algo que le hiciera reír o, al menos, sonreír. Y luego, aquí llega su arte, me lo presentaba. Me decía: “Mira Andrés, este señor es Juan (por ejemplo). Y es el mejor electricista del mundo. Si alguna vez tienes un problema, acude a Juan. Él te lo solucionará.”.
De entrada, mi padre ya me hacía sonreír mirando a Juan con curiosidad y viendo a este señor, que por la poca información que tenía, sabía que era electricista. La respuesta de Juan siempre era una mirada como diciendo: “No soy el mejor electricista del mundo”, pero lo que sí sabía Juan era que mi padre le tenía en gran consideración. Que, si no era el mejor del mundo, era el mejor que él conocía. Destacaba una virtud del presentado y luego se quedaba charlando con él el tiempo que fuera necesario.
Esta forma de saludar es simplemente una pequeña (pequeñísima, diría yo) parte del encanto de mi padre que siempre destacó como un gran conversador. Era muy hablador (lo sigue siendo a su manera) pero sobre todo sabía escuchar. Escuchaba a todo el mundo. Daba igual la edad, el género o lo que fuera.
Mis primos pueden dar fe de ello. Pues todos los viernes siempre había comida en mi casa (ahí el mérito era de mi madre) y después café, un buen puro para mi padre y una larga conversación. Dejábamos la tele de fondo y si veíamos algo, mis primos, mi padre o yo empezábamos una charla larga sobre ese tema que se puso sobre la mesa. Cuando moría el tema, volvíamos a ver que había en la tele, y en menos de un minuto, ya alguien comentaba lo que salía del televisor y se iniciaba otra conversación de no menos de media hora. Y así sucesivamente. Tengo (y sé que mis primos también) un grato recuerdo de aquellas charlas.
Disculpen el grado de nostalgia, pero mi padre se hace mayor y a veces quiero recuperarlo como era él: locuaz, divertido, inteligente y, sobre todo, bueno. Además, quiero terminar este artículo con otro gran consejo que me dio mi padre: “Habla siempre de las cosas buenas que tienen las personas. De las malas que se ocupen otros”. Pues eso.