Del horror a la náusea
Por Francisco Pomares
Me cuesta escribir de asuntos que no conozco, o me resultan lejanos. No soy experto en nada, y menos aún en las complejidades de la política internacional. Cuando he escrito sobre Ucrania, o sobre las elecciones en EEUU, o sobre la victoria de Meloni en Italia, lo he hecho con un pizco de vergüenza, convencido de que usurpo el espacio de otros que han dedicado su vida a seguir los acontecimientos de la política internacional, y conocen sus paisajes y vericuetos. Soy consciente de que mi visión de lo que ocurre lejos de dónde yo vivo es una visión parcial, limitada por la falta de información y experiencia sobre el terreno. De joven, quise hacer periodismo de guerra, y acabé por convertirme en algo así como un turista de conflictos: visité los muros de arena del Sáhara, y Nicaragua durante la revolución contra Tacho Somoza, conocí de primera mano la contienda entre Irán e Irak, cuando Sadam Hussein era el aliado de Occidente, viajé por decenas de países del tercer mundo y acabé lamiéndome las heridas en una prisión de Guinea Ecuatorial, durante un frustrado golpe de Estado contra Teodoro. También estuve en Israel, y recuerdo perfectamente el enorme impacto que me produjo esa sociedad increíblemente compleja, surgida de la voluntad de recuperar el territorio ancestral perdido, del remordimiento de las democracias por el holocausto, y del inacabable conflicto entre dos pueblos semitas. En un kibuzt del Golán, a pocos kilómetros del lago Tiberiades, un ex combatiente de la guerra del Yom Kipur, me explicó en pocas palabras como Israel había logrado mantener una democracia solvente en medio del avispero de Oriente Medio y de los propios conflictos étnicos y confesionales de los hebreos: “siempre hemos sido un pueblo a la fuerza”, me dijo. Llevo años envidiando lo que esa descripción significa.
El horror de estos días de terrorismo y venganza sacude sin duda las conciencias de todos. Con Israel es difícil mantener una posición neutral: o se entiende lo que significa la existencia de Israel o no se entiende. Hace muchísimos años que la izquierda salonera de Europa optó por la seducción palestina, o al menos decidió situarse en una posición equidistante, en la que frente al el terrorismo palestino se colocaba el terrorismo de Estado de Israel. La izquierda biempensante tiende a ser tolerante y confusa cuando se trata de pasar revista a las responsabilidades: cuando las falanges cristianas del Líbano perpetraron en 1982 el genocidio de Sabra y Chatila, se culpó –y con razón- al ejército israelí de ocupación, por no intervenir para evitarlo. La matanza en los campos de refugiados fue la respuesta maronita al asesinato del presidente Bashir por la OLP, y a la masacre de Damour, donde la OLP asesino a 582 cristianos, en respuesta a su vez a la masacre de Karentina, donde las falanges asesinaron a 1.500 palestinos. Es un conflicto enquistado en siglos, en el que resulta difícil saber cuándo empezó todo y quien lo inició. Pero cada vez que se asesina a un palestino, sea quien sea quien lo hace, los palestinos culpan a Israel.
El horror de este conflicto, que ayer estallaba en los teletipos y telediarios incorporando un nombre nuevo a la geografía de la locura –el kibutz agrario de Kfar Aza, uno de los primeros construidos, de 1950- es algo instalado en la genética local. Los bebés brutalmente asesinados en sus cunas de Kfar Aza, junto a sus madres y abuelos, son la enésima demostración de la barbarie y el fanatismo de las milicias de Hamás. Pero no son sólo eso, de la misma forma que el bombardeo sistemático de Gaza, el nuevo arrasamiento de la ciudad más veces reconstruida de todo Oriente Medio, no es sólo una respuesta al horror, una pulsión de ese sentimiento imparable que es la sed de venganza. Kfar Aza y la ciudad mártir de Gaza son dos miserables peones sacrificados en el tablero de ajedrez de la política internacional para abrir un segundo frente en la guerra de este siglo, al que sin duda podrán seguir otros. Por mediación de Irán –el fiel aliado teocrático de Rusia- se mueven los hilos de un reajuste de los bloques que luchan en las tierras de Ucrania. El horror es la antesala de una nausea insoportable: la de vivir en un tiempo en que para tener un gato se te exige hacer un curso, no vaya a ser que tratemos mal al gato; en el que todo lo que ofrece lo público son derechos sin ninguna obligación; y en el que una juventud mimada y sin ilusiones se fragiliza y frustra por no disponer del último modelo de móvil. Un tiempo absurdamente compatible con la displicente aceptación de las masacres de Bucha e Izium, la carnicería de los kibutz al Sur de la ciudad tres veces santa, o el arrasamiento de Gaza. Un tiempo de horror y náusea.