¿Cuántos niños?
Francisco Pomares
Unas declaraciones de José Luis Sánchez Jáuregui, fiscal jefe en la provincia de Santa Cruz de Tenerife, realizadas ayer a Juan Carlos Castañeda, han provocado un verdadero terremoto, al descubrirnos la preocupación de la fiscalía ante la posibilidad de que una parte de los menores inmigrantes no acompañados que arriban a las islas en pateras y cayucos, lo hagan traídos directamente por las mafias que transportan a Canarias gente desde África, para ser sometidos a explotación sexual. Es ya lo que nos faltaba para terminar de trazar el recorrido de terror de miles de menores inmigrantes desde que salen de sus aldeas para alcanzar su sueño de una vida mejor en Europa.
Por supuesto, el fiscal no se ha referido a hechos concretos -que estarían siendo investigados si se conocieran- sino a meras sospechas. Pero esas sospechas son preocupantes: para Sánchez Jaúregui, la mayoría de las familias de los menores no se gastarían una pequeña fortuna (entre 2.000 y 5.000 euros, en el peor de los casos) para enviar a Canarias niños que difícilmente podrán devolver lo invertido en ellos en un plazo razonable. El fiscal considera que los datos e informaciones de que se dispone inducen a creer que no se mandan esos niñas o niños a trabajar, porque “nadie paga lo que cuesta un asiento en un cayuco de 300 personas para que les alimentemos durante cuatro, cinco, seis años, y luego puedan generar y devolver esa enorme cantidad».
Según eso, los adolescentes con edades comprendidas entre los doce y dieciséis años, pueden intentar hacerse pasar por jóvenes adultos, escapar a la protección obligatoria de las autoridades regionales, y lograr llegar a algún lugar de Europa donde puedan trabajar para pagar su deuda a las mafias. Quizá alguno lo logre. Pero es difícil que lo consiga la mayoría.
En Canarias hay en estos momentos cuatro mil niños que no han llegado aquí gratis. Ninguno puede estar hoy en condiciones de pagar su deuda con los que les han pagado el viaje, sean sus familias, sus poblados o los propios traficantes.
La perturbadora pregunta que se hace el fiscal es para qué son enviados, por qué sus familias, o sus poblados habrían de financiarles un viaje sin mucho sentido, conscientes de que no podrán devolver el dinero en mucho tiempo. Y Sánchez Jaúregui se responde a sí mismo que es probable que se pretenda introducir a estos muchachos y muchachas en redes de explotación sexual.
Eso permitiría explicar, nos dice el fiscal, que de la misma manera que hay muchos adultos que fingen ser menores para evitar la repatriación, haya también jóvenes que se hacen pasar por adultos para intentar seguir viaje con destino a los lugares donde serán vendidos por las mafias para ser explotados sexualmente y así pagar la deuda a sus transportistas.
Todo el asunto resulta repugnante y terrorífico, pero conviene recordar que no se basa en hechos comprobados, sino en posibilidades, sospechas o conjeturas. Quizá el fiscal quiere alertar sobre una hipótesis que le preocupa, y se queja de la falta de medios que impide hacer más para determinar si las sospechas son ciertas, y en qué medida. Porque no parece posible que este asunto pueda referirse a todos los menores, que pueda haber 4.000 niños a los que las mafias quieren explotar. Y si no es así, seguiremos pendientes de encontrar una explicación de porque son enviados y se costea su viaje.
Por eso, es también perturbadora la posibilidad de que el fiscal o los jueces de menores sepan más de lo que dicen, y no lo hagan porque decirlo significaría el reconocimiento de la incapacidad de una sociedad moderna y desarrollada para impedir que la esclavitud -esclavitud sexual en este caso, además- sea una práctica común.
Sánchez Jaúregui insinúa también la existencia de una cierta omertá sobre este asunto, una complicidad de parte del entramado estatal que tiene la misión de poner freno al delito para que éste siga existiendo, y sin embargo no actúa.
Para que la alerta creada no quede solo en un titular más de esos con los que se engalanan de vez en cuando nuestros medios, deberíamos exigir a la fiscalía que actúe. Si es cierto que miles de menores pueden llegar a verse manejados y explotados por las mafias, no basta con dar la voz de alarma. Hay que hacer algo más: investigar.