España es un país adanista, al que le gusta descubrir la pólvora todos los días y –ya puestos- celebrarlo con fuegos artificiales pagados con dinero público. Somos así, nuestros dirigentes creen que sus ideas son únicas y originales, sus propuestas novedad, sus estrategias pura innovación. En realidad, al final está absolutamente todo inventado. Todo es lo mismo de lo mismo de lo mismo. Una mera reiteración de las mismas ideas, los mismos argumentos.
Pero tampoco nos rasguemos las vestiduras: si es cierto –y debe serlo- que cada generación tiene la obligación (y el derecho) de reinterpretar a sus clásicos, es también razonable que los jóvenes quieran ponerlo todo patas arriba. Uno no cambia de coche (o de casa o de pareja) porque el anterior no funciona. Cambia por el deseo de vivir la novedad, un motor que ruge de una manera diferente, vistas diferentes desde la ventana o una conversación diferente. Me sorprende quien no entiende que los nuevos ciudadanos quieran cambiar la Constitución para hacer una “que responda a los tiempos actuales”: una constitución más virtual, redactada con lenguaje inclusivo, con unos cientos de artículos más para que no se nos escape nada, adaptable al mundo que nos rodea, el móvil, las redes y plataformas…
Los jóvenes son más ingenuos que los viejos, creen que las cosas se pueden cambiar sola y únicamente porque sea razonable, o justo o necesario hacerlo. Si algo garantiza el actual clima político español, es precisamente que aquí nadie va a poderle tocar una coma a la Constitución, aunque sea conveniente hacerle algunos retoques. La Constitución es hoy intocable por la puerta de delante. De hecho, la única ventaja de que los enemigos del Régimen del 78 estén hoy cómodamente instalados en el Congreso, cobrando sueldos de diputados de provincias (que ingresan más que los diputados de Madrid), es que tienen que ser perfectamente conscientes de que la Constitución no puede cambiarse por vías constitucionales, es decir, respetando el procedimiento que en ella misma se establece para cambiarla, que es que haya consenso claro para hacerlo.
El único cambio hoy posible de la Constitución del 78 sería el cambio revolucionario que pretendía Podemos cuando Podemos era la izquierda y no una minúscula tropilla de gente enfadada buscando refugio apresurado en el Grupo Mixto. Conseguir poner de acuerdo una mayoría -incluso a la actual mayoría- para cambiar la Constitución supondría para los socialistas dispararse directamente en la sien, un inmediato suicidio. Porque la política se ha vuelto maximalista y exagerada, y los socios de ahora del PSOE (o los socios del PSOE de ahora) exigirán que una reforma del texto reconozca como mínimo el derecho de autodeterminación, la independencia, el ‘sólo Sí es Sí’, el género fluído, el uso obligatorio, rotatorio y excluyente de las lenguas oficiales, un salario social basado en el salario medio y 14 pagas, la tercera República y que los maceros del Congreso se vistan de lagarterana parda al menos una de cada dos veces que les toque sujetar la maza, para que quede claro que no son necesariamente cissexuales.
Con la que está montada en este país, no hay posibilidad de que se cambie la Constitución, por mucho que estos 45 años bien llevados no impidan alguna que otra arruga fruto del paso del tiempo, además de la enorme cicatriz del título octavo.
Pero que un cambio a fondo no pueda producirse sin el acuerdo de los partidos mayoritarios (los que representan a los ciudadanos que defienden el espíritu constitucional) no significa que no puedan producirse agresiones al texto, cambios por la puerta de detrás. Zapatero nos coló con nocturnidad y alevosía la reforma del artículo 135 para controlar el déficit y quedar bien con Europa. Y es más que probable que la Amnistía se convierta en una agresión refrendada por el Tribunal Constitucional, o que el Gobierno de Sánchez acabe tolerando una reforma del Estatuto catalán –respaldada esta vez también por un Constitucional domesticado– que introduzca el mandato legislativo, una forma de poder constituyente, o que la mención a traspasos de competencias en el Estatuto tenga rango de ley, o -peor aún- que se blinden las competencias regionales, hurtando a la soberanía nacional la posibilidad de intervenir por la vía del artículo 155 regiones que se declaren en rebeldía.
El PSOE no puede asumir socialmente el desguace de la actual Constitución, cuya vigencia y continuidad comparten la mayoría de sus electores. Es probable, sin embargo, que los indepes catalanes consigan introducir en un Estatuto reformado –quizá con la inestimable colaboración del PSOE catalán- conceptos como la juridicidad de la Nación catalana, o una difusa apreciación de la soberanía catalana, sea eso lo que finalmente resulte ser.
Pero aún así, tenemos Constitución del 78 para rato. Y los excesos que se cometan con ella en esta etapa dislocada, podrán corregirse gracias a ella. Sólo la Constitución de la Restauración de 1876 ha logrado durar dos años más que esta. En 2025 el récord cambiara. En términos de vida humana, 45 años es el tiempo de la madurez. La nuestra es una Constitución madura, realista, incorporada a la conciencia ciudadana. Y seguirá siéndolo durante años, porque la historia de este país sin remedio, vivió en la Transición su tiempo de milagros.