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Chacho, la última y nos vamos

Por Jorge M. Coll*

 

 

Manolo era un tipo singular y complejo. Tengo varias anécdotas. Una vez en Madrid coincidimos un grupito de canarios de su isla que estaban con unos amigos peninsulares. El "canarión", admirador del humorista, tras saludarlo le pidió que le demostrara su talento a su amigo madrileño con algún chiste. Manolo lo cortó por lo sano. "Una cosa es que te saluden y otra que pierdan el respeto, por muy canarios que sean", me espetó Manolo cuando le hice la observación de que posiblemente esta persona, algo "confianzuda", sólo quería demostrarle el orgullo de ser canario. Otra vez se molestó mucho cuando otro canario le preguntó si en Madrid entendían su humor: "¿Yo hablo chino?", preguntó. Y la verdad es que por muy vernáculas que fueras sus historias y cuentos muchos peninsulares se desternillaban de risas hasta dolerles la barriga con los monólogos de Manolo, contando las vivencias de algunos de sus personajes Maruca o Alersi. La realidad es que nuestro humorista de cabecera ayudó a acabar con el complejo que teníamos muchos de que los canarios hablábamos mal.

 

Manolo siempre tuvo una complicidad especial con el Grupo LANCELOT desde que nos conoció a finales de los 80 y actúo en una discoteca, el Banana, de Puerto del Carmen donde entregábamos unos premios a la labor social y empresarial. Desde esa fecha actuó en varias de las fiestas de aniversario de Lancelot. Lo hizo cuando estaba en sus mejores momentos, cuando se comía los escenarios como si fueran palomitas con un público entregado, que lanzaba carcajadas a la primera palabra que soltaba con esa gracia que solo él era capaz de conseguir. Cuando su caché ya estaba en el millón de pesetas, de aquel entonces, se ofrecía a venir a nuestras fiestas de aniversario (y lo hizo en al menos tres ocasiones) de manera gratuita. Nunca supimos muy bien el porqué de ese trato de favor que cabreaba mucho a su mánager, como era lógico. Es verdad que entabló una gran amistad, sobre todo, con mi hermano Juan Nicolás, pero no nos merecíamos tanta generosidad.

 

Manolo Vieira, a pesar de su éxito en toda Canarias y parte de la península, que yo creo que ni el mismo se creía, era un gran sentimental. Un año, de la década de los 90, el semanario Lancelot, que recibía puntualmente en su casa de Madrid, y qué leía de arriba a abajo (cuando nos retrasábamos nos daba un tirón de orejas) publicó el clásico reportaje navideño de una familia pobre, que vivía en las extintas chabolas de la Disa, donde hoy están los restos del Telamón. Se hablaba en el reportaje de la otra cara de la Navidad, ya que esa familia no iba a poder celebrar como otras muchas las fiestas por falta de recursos, en contraste con la isla rica en la que vivía. Manolo nada más leer el reportaje de Lancelot nos llamó y nos encargó que le compráramos juguetes, comida y una televisión, se gastó unas 100 mil pesetas de aquella época. Pero lo mejor no fue que hizo feliz a esa familia humilde en esos días tan especiales, si no que nunca nos dejó revelar el secreto ni a la familia agraciada, ni a nadie. Él era así, vivió su vida en la Isleta, el barrio de Las Palmas de Gran Canaria donde nació, vio mucha miseria en su juventud, pero también fue para él una universidad para aprender sobre lo mejor y lo peor del ser humano.

 

Hace años, Manolo nos fue a buscar a mi hermano y a mí a IFEMA, donde habíamos ido a cubrir Fitur y nos llevó a un restaurante de un barrio popular de los alrededores del centro, donde solía comer. Era un restaurante en el que se comía de menú y por un precio módico. Llegamos a las 4 de la tarde, el bar cerró al público a la una de la madrugada y todavía el bueno de Manolo nos aguantó en compañía de una botella de Ron, que por fin se terminó, tras jurar en varias ocasiones: Chacho Manolo, la última y nos vamos.

 

Hoy Canarias ha perdido por unos minutos la sonrisa. La suerte es que la recuperamos fácil con sólo recordar al bueno y al generoso de Manolo. Adiós, amigo, hasta siempre.

 

* Director de Lancelot Medios

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