¿Existe algo parecido a una taxonomía de la ceniza? Por deformación profesional y pasión por juntar cosas –eso que sólo los que no entienden llaman coleccionismo– soy aficionado a la clasificación y las etiquetas: permiten encerrar en una breve descripción las personas y las cosas. Pero nunca se me habría ocurrido dedicar un segundo a preguntarme por la catalogación de las cenizas, hasta que empezó a resultarme difícil abstraerme de pensar en cualquier cosa que tuviera que ver con el fuego, sus trabajos e industrias, sus habilidades, su pavoroso poder de destrucción, la asombrosa fascinación que provoca en todos los que lo sienten actuar de cerca… Ocurre que hace ya muchos años, un incendio arrasó la casa en la que yo vivía, y desde entonces no consigo mantener con el fuego una relación distante.
Por motivos que no entiendo bien, el fuego, todos los fuegos y sus formas, forman a partir de aquel día parte de mi vida. La ceniza también. Recogí durante días la ceniza en que se habían convertido cientos de mis libros y comprendí entonces que no era posible que toda esa ceniza fuera tratada igual. No puede ser lo mismo la ceniza de un texto de Shakespere que la de uno de Borges, ni puede ser igual la de un poema de Ungaretti que la de un catálogo de sellos. Tampoco la ceniza sagrada de un cadáver tiene nada que ver con la ceniza que deja un cigarrillo. La primera nos recuerda nuestra finitud, nos alecciona en el respeto y la creencia en la eternidad. La segunda resulta efímera y quizá molesta. Por eso, hay cenizas y cenizas, y debiera existir una ciencia que las clasifique y catalogue, porque no todas proceden del mismo tronco común.
Estos días de playas, rincones y calles de ceniza no paro de pensar que el rastro que deja un incendio forestal tienen poco que ver con aquellas otras y aún recientes del volcán. Las primeras son de naturaleza más rutinaria, más conocida, como las que dejan las brasas después de una barcacoa. Pero las cenizas que cubren hoy nuestros campos y ciudades aturden por la inmensa desolación que nos recuerdan. Días después del inicio del fuego, comienzan a acumularse sobre la carrocería de los coches, y sobre nuestra percepción del daño, como lo hicieron hace ya dos años –así pasa el tiempo- las cenizas del volcán. Pero al contrario que aquellas, estas no arañan como diminutos cristales de piedra. Después de que el fuego arrase la vida vegetal, lo que quedan son sólo tizones. Restos cenicientos de lo que fue madera. Materia que tizna y oscurece la vista. Podría decirse que este fuego de ahora que ha consumido el paisaje de las cumbres del Sur al Norte, destruyendo miles de hectáreas, es un fuego más cercano a lo tolerable, más doméstico, más tratable que el fuego telúrico que asoló La Palma. Quizá no debiera decirlo, porque hasta las catástrofes responden a la liturgia del tiempo, y la peor siempre es la más próxima.
Tampoco debería quizá decir que esto no es como el volcán, que se puede luchar contra un incendio forestal, incluso vencerlo. Los bomberos usan el fuego contra el fuego, hacen trochas y cortafuegos, salvan caminos, encierran la devastación y la alejan de pueblos y ciudades. Pero nadie puede usar el volcán contra el volcán. Comparar este incendio que ha asolado Tenerife y arrasado sus bosques con la petrificación casi eterna de una parte de La Palma es injusto. La lucha entre el fuego y el hombre puede provocar víctimas, pero a pesar de eso es una pelea que acaba ganando el hombre, y que se salda con la regeneración del terreno destruido en un plazo humano, no geológico.
Pueden hacerse cosas para purgar la experiencia destructora del fuego, replantar el monte, diseñar estrategias para mejorar la prevención, sistemas para hacer frente a los fuegos del futuro. La lucha contra el volcán consiste apenas en huir y colocarse lo más lejos que se pueda. O en rezar, si crees en eso, para que la corriente de lava no sepulte en el silencio y el olvido todo lo que hasta entonces ha sido tu vida.
Nos dicen que este terrible incendio ha sido el más devastador que jamás han sufrido las islas, y queremos creerlo. Pero no es cierto: yo recuerdo otros más terribles, recuerdo incendios con decenas de víctimas, cenizas mezcladas de los árboles y la gente. De eso nos hemos librado esta vez. Y por eso, este incendio pasará. Los vientos que aún hoy levantan el fuego y lo esparcen, acabarán barriendo las cenizas y nuestro recuerdo del fuego, como ha ocurrido tantas otras veces. Los bosques tardarán años en volver a ser de nuevo verdes, pero acabarán por hacerlo. Quedará la rabia –y tampoco nos durará- de confirmar que fue un incendio intencional, iniciado probablemente por uno o varios miserables…