La puerta fantasma de Teguise
Andrea Bernal
“Es la puerta la que elige, no el hombre”, decía Borges en su evangelio apócrifo.
Y así es. No somos más que bípedos indecisos ante una brutal naturaleza, que sabe, conoce, lo que nosotros no alcanzamos.
Existen “entre-espacios”, como bien sabía Deleuze, y existen los fantasmas aunque muchas veces nos olvidemos de ellos.
Fantasma es todo aquello que dice mi nombre al mismo tiempo que lo borra. Es aquello que habita un espacio y lo deshabita. Un eco que resuena constante.
Hay en Teguise una puerta de madera, de manilla oxidada, agrietada en el tiempo -como todo lo importante- por la que a veces una hiedra color esmeralda se atreve a caminar de puntillas.
Es una mágica puerta de cantina, a lo “western” que se abre y se cierra antes de que el personal del bar haya llegado o sus respectivos clientes.
Para todo fenómeno hay una causa. Para toda causa hay un efecto. En el colegio nos enseñan todos esos aparentes porqués.
Sin embargo, esa puerta que conduce a un misterioso sótano (no a baños, despensas o cocinas), es muestra de lo real. El cauce de presencias que habitan con nosotros cada segundo, nos eligen.
¿Será Teguise un lugar fantasmagórico? En tiempos de calabazas y disfraces, debemos recordar que ya somos “prosopon” disfrazados, que una puerta de nuestras vidas se moverá siempre a su antojo.
No hay mayor fantasma que el que acecha de forma natural, trágico como un volcán. Ni enigma mayor que la naturaleza misma.