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Casos del inspector Jack. IV

 

Andrea Bernal

 

 

María del Rosario Cabrera Banchi. 76 años. Natural de Teguise. Esos eran los datos de aquella mujer hallada muerta en extrañas circunstancias. No había más. El DNI de su cartera y un teléfono móvil apagado.

 

Era evidente que aquella mujer solamente quería ir a rezar a la iglesia, como de costumbre.

 

María del Rosario era el nombre que iba repitiendo el comisario mientras su compañero me preguntaba una y otra vez cómo había encontrado el cadáver.

 

 

  • Eres todo un personaje Jack. ¿Quién te iba a decir a ti, chacho, que te ocurriría una cosa así? ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?
  • That’s life, respondía yo. No sabía qué decir, toda la situación me sobrepasaba.

 

Ni siquiera yo mismo recordaba bien cómo había acabado en la orilla y había perdido la noción del tiempo.

 

El trayecto en coche se me hacía largo y pesado. Llamada tras llamada serpenteaban las curvas en una conducción brusca y despistada. Así estábamos todos, como aquel furgón, absolutamente perdidos, sin rumbo ante este caso, con la inscripción CAUTE en nuestra memoria.

 

Escuché cómo llamaban a un teléfono fijo -me pareció extraño que aquella mujer aún usara teléfono fijo- de su casa de la Villa. Escuché también los llantos de su hija Daniela, al otro lado del teléfono, por un descuido de manos libres del tercer agente.

 

Viví aquellas tristes horas en las que se comunica el fallecimiento de un familiar. Pero esto no había sido un fallecimiento cualquiera: se trataba de un asesinato en el Sagrado Corazón de la Caleta.

 

Sin duda lo más interesante estaría por llegar. Debíamos ponernos en contacto con el círculo más íntimo de doña Rosario -nombre que ya empezaban a utilizar con familiaridad los agentes-.

 

Era la historia de un asesinato en un templo sagrado y en una pequeña isla. ¿Quién decide cometer un asesinato dentro de una iglesia?

 

Una vez me lo dijo Donna: “Todo lo que esconde una isla es tan potente como profundos son los secretos guardados en el mar que la bordea”.

 

¡Ni el mismísimo Lancelot podría con este caso! De pronto caí en un detalle: Doña Rosario no parecía ser muy conejera, su segundo apellido la delataba. Debía tener antepasados italianos, algo por cierto, compartido con mi mujer.

 

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