Arder
Andrea Bernal
La tarde es una mujer ardiendo, flotando en un mar del sur de Lancelot. Una mujer joven, de piel anaranjada, que nos convierte en llamas.
Quema la arena en los pies, en todos los pies del mundo que parten de nuestras islas comunes. Hemos contribuido a su existencia.
Ardemos, y, sin embargo, seguimos en el cemento abrasador de las ciudades.
Hay un hombre hablando solo, la forma más sutil de lucidez e inteligencia poética de un hoy corrosivo, a 44º.
Lo observo con su cabello largo y blanco, su infinita barba, su camisa mal entallada, su enorme mochila de viajero sin rumbo.
Es un hombre con una personalidad arrolladora. Lo aprecio en sus gestos. Su mano desenvolviéndose encima del café, gesticulando levemente para tratar de entender a su interlocutor: un nadie.
Nadie parece responderle. La conversación es profunda, aunque todo esté vacío.
Pienso en el debate electoral de esta noche. Estoy convencida de que esta conversación entre el extranjero y nadie me será mucho más nutritiva intelectualmente. Es posible que solucionen todos los males de un país, aunque todos lo desconozcamos.
Pienso en los 44º en España, como si fueran pequeños duendes o peatones que atraviesan anónimos nuestras ciudades.
Pienso en ella, en la mujer lanzallamas.
Vivo sin duda en otra realidad. Escribo. Trato de que este mundo fantasioso se materialice de algún modo. Trato de entender a través de la ficción.
Vibro en un mundo que no es el mío, pero en el que voy recogiendo sus frutos.
Un día arderemos y “lanzallamas” no tendrá la culpa. Ni el viajero que hablaba solo. Ni los peatones anónimos, ni la poeta que inventa todos esos mundos.
Arderemos, arderemos por algo más peligroso que la culpa: el descuido colectivo, el descuido íntimo, el olvido del verbo cuidar.
Lancelot quedará disfrazado de hollín. No será un volcán esta vez. Será aquella joven, desde algún lugar…e iremos encontrando sus cabellos dorados en nuestras aceras.