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Yo viví en la 324

 Fran J. Luis

 

 

Vivir un año en un hotel suena a vida de rico, como diría Camilo, pero no es oro todo lo que reluce.

 

Mi llegada a Las Palmas fue un poco precipitada. Una inscripción a la universidad fuera de plazo motivó que mi hermano y yo obtuviéramos una plaza en la Escuela de Ingenieros Técnicos de Telecomunicación a finales de noviembre de 1993.

 

Lo recuerdo perfectamente. Yo descolgué la llamada. Era un lunes por la mañana. Una señora de la universidad me dijo que nos habían concedido la plaza y que antes del jueves teníamos que estar allí para formalizar la matrícula. Se me vino el mundo encima... ¡Se nos vino el mundo encima!

 

Era una buena noticia, pero ¿cómo decirle a mis padres que en tres días sus dos hijos se iban a estudiar a otra isla? Se pueden imaginar la mezcla de sentimientos: por un lado, la alegría de que sus hijos estudiaran la carrera que les gustaba y, por otro, quedarse solos en cuestión de un día.

 

No hubo tiempo para casi nada. En dos días mi padre organizó el viaje. Fuimos los tres a Las Palmas en busca de un nuevo hogar para nosotros. Realizamos el papeleo en la universidad y comenzamos a buscar casa.

 

No era fácil encontrar un sitio donde vivir a esas alturas de curso. Además, mi hermano y yo nunca habíamos frito un huevo en nuestras vidas. Mi madre siempre se encargó de absolutamente todas las tareas del hogar, cosa que añadía una dificultad a nuestras nuevas vidas.

 

Después de todo un día de búsqueda encontramos una casa compartida con otros estudiantes en un recóndito sitio, pero cercano a la Escuela, llamado Monte Lentiscal. Un lugar donde el servicio de guaguas terminaba a las 9 de la noche. A partir de esa hora solo quedaba la opción de llegar en taxi.

 

No recuerdo muy bien cuántos estudiantes vivían en esa casa. Creo que éramos 6 o 7, pero aquello parecía un manicomio. Esa primera noche España jugaba un partido y estaban todos alterados y gritando. Mi hermano y yo nos mirábamos ojipláticos queriendo salir de aquel sitio, pero sin ninguna posibilidad de hacerlo.

 

Pasó la noche. A la mañana siguiente nos dimos cuenta de que el desayuno, en esa casa, era una auténtica lucha. Los primeros que llegaban eran los que comían. Mi hermano y yo nos fuimos a la universidad sin desayunar.

 

Una señora hacía la comida en la casa. El menú era a su gusto. Cocinaba a mediodía y se iba. Por la noche había que pelearse de nuevo para comer las sobras del mediodía. Ésa era la vida que me esperaba.

 

Ese mismo día hablé con uno de mis dos mejores amigos. Hugo había ido también a estudiar a Las Palmas. Él vivía en el Hotel Parque, en la capital, al lado de la estación de guaguas (más conocida por "El Hoyo"). Sin dudarlo dos veces le pedí que me dejara quedar esa noche con él o me volvería loco en la cárcel que iba a ser mi nuevo hogar. Me contestó: "por supuesto".

 

Rápidamente cogí la guagua rumbo al hotel. Mi hermano había vuelto a Tenerife a pasar el fin de semana, dejándome solo ante el peligro. Saber que podía contar con Hugo me tranquilizaba enormemente. Al llegar al hotel me di cuenta de que ese sitio era lo que yo buscaba.

 

El hotel era más viejo que yo. Se notaba el efecto del tiempo a cada paso que daba. De hecho, la propiedad pensaba reformarlo al año siguiente. Quizás por ese motivo vivían personas de manera fija: dos estudiantes de Huelva, uno de Asturias, uno de Galicia, dos de Tenerife, una madre y su hija de Badajoz, gente del teatro... En total unas 15 personas que habían elegido ese sitio para pasar un año de sus vidas.

 

Esa noche dormí en el hotel. A la mañana siguiente, sin dudar lo más mínimo, llamé a mi padre y le dije que yo quería vivir allí. Sobre la marcha me dio su visto bueno y, con la ayuda de Hugo, realicé la pequeña mudanza. En la recepción hicimos todo el papeleo y me asignaron mi habitación: la 324.

 

Era una habitación doble. Tercer piso y vistas al Parque San Telmo. La decoración era ochentera -por no decir setentera- pero no me importaba, para mí era el paraíso. La corriente era a 110V y teníamos que usar un transformador de corriente para todo lo que enchufábamos. Contaba con un servicio de limpieza que dejaba bastante que desear, pero suficiente para las necesidades de dos estudiantes inútiles en labores del hogar.

 

Desayunábamos, almorzábamos y merendábamos en la habitación. La cena la hacíamos en el comedor del hotel. Nos costaba 250 pesetas (1,50 euros de hoy). Alguna vez vimos al cocinero a través de la puerta de la cocina recogiendo una croqueta del suelo y volviéndola a poner en un plato, pero, en general, la comida era buena. En cuanto al almuerzo, Hugo compró un hornillo eléctrico en el que nos cocinábamos pasta, arroz... todas las comidas típicas de estudiantes.

 

Yo me sentía feliz. En los ratos libres nos reuníamos en la 418 (la habitación de Hugo), en la 324 (la mía) o en la de cualquiera de los estudiantes que vivían allí. Otras veces me sentaba horas y horas a mirar por la ventana. El Parque San Telmo y la calle Muelle de Las Palmas tenían una actividad frenética durante todo el día. También había tiempo para el estudio y para la actividad física.

 

Así pasé un curso académico completo. No se podía pedir más...

 

Años más tarde volví un fin de semana a Las Palmas. Decidí quedarme en ese hotel. Hacía tiempo que lo habían reformado. Por dentro no se parecía mucho. La recepción estaba en otra ubicación, las habitaciones habían cambiado, el personal era distinto, todo estaba nuevo. Llegué a recepción, hice el checkin y me asignaron una habitación. A medida que me iba acercando iba reconociendo zonas que aún recordaba. Al entrar me di cuenta de que, aunque ahora tenía otra numeración, me habían dado, sin ellos saberlo, mi antigua habitación: la 324.

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