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Un instante en la vida del Drago

  • Francisco Pomares
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    Cuando vi por primera vez el Drago de Icod, al que me llevó mi padre, yo debía tener catorce o quince años. En aquellos tiempos, leíamos más, y yo había leído en algún lado que el nombre del drago era un homenaje de los científicos que lo bautizaron al Ladón, aquél dragón de cien cabezas que en la mitología griega protege el jardín de las ninfas Hespérides. O a ellas mismas: una de las muchas leyendas sobre el drago recrea el mito de las ninfas. Cuenta de unas doncellas que se bañaban desnudas en la orilla y fueron descubiertas y perseguidas por un rijoso comerciante llegado en barco a la playa de Icod. Se refugiaron en el interior del drago, y el malvado mercachifle les lanzó una flecha con su ballesta, para asustarlas. Pero el susto se lo llevó él al contemplar atónito y aterrado como del árbol herido manaba sangre. Salió por patas y no se le volvió a ver nunca. Es una historia con moraleja feliz, pero no todas las leyendas son risueñas: la más conocida cuenta el encuentro de los últimos cuatro menceyes a su sombra: el icodense Belicar, Romen de Daute, Adjoria de Abona y el adejero Pelinor. Allí mismo, quinientos años atrás, intentando acordar una paz aceptable con el rey de España que evitara la destrucción del pueblo guanche. Pensar en aquellos últimos cuatro menceyes bajo el dragón que sangra, buscando la forma de evitar el baño de sangre de una guerra contra los invasores, disparó mi imaginación.

     

    Recuerdo la impresión adolescente de estar contemplando el prodigio de un majestuoso monumento vegetal, uno de los más antiguos de toda la Tierra, y también la de encontrarme frente a un anciano casi milenario. Fue declarado monumento nacional en 1917, y entregado al Estado, que no se ocupó nunca de él y acabó por devolverlo al ayuntamiento. Su copa gigantesca se soportaba sobre un tronco hueco, y parcialmente destruido, reparado por primera vez en los años cuarenta del siglo pasado, y soportado por una estructura de cemento que va desde el interior al exterior, y en la que se intuía –erróneamente- algún armazón de metal. El drago alberga en su tronco una enorme gruta de cinco metros de altura, utilizada en el pasado como corral de cabras o lugar de juegos por los niños icodenses, en la que caben cómodamente media docena de personas de pie, y a la que se accedía por una puerta. En 1985 se retiró la madera podrida, se podaron varias ramas para darle más estabilidad, y se instaló en la cueva un ventilador para reducir la condensación y evitar un exceso de insectos, hongos y bacterias. Icod encargó los cuidados a un arborista estadounidense, Kenneth Allen, que hizo un buen trabajo. Mi padre, ingeniero militar y experto en cálculo de estructuras me explicó el esfuerzo necesario para evitar el derrumbe del Drago, y lo hizo con la ilusión de aquellos años de convicciones desarrollistas. A mí el remiendo me pareció una afrenta a la dignidad de un árbol mítico. Volvimos a Santa Cruz, contando desde el coche dragos menores en las lindes de la carretera, hasta sumar más de un centenar largo…     

     

    Hoy celebra Icod el 25 aniversario de la reapertura al público del Parque del Drago, con una conferencia del Luis Fernández-Galiano sobre la última intervención, realizada en 1998 por los arquitectos Menis, Artengo y Pastrana en el que era ya entonces uno de los espacios más conocidos de la isla, que alberga el árbol más emblemático y antiguo de Canarias, un gigante de 16 metros de alto y una base de 20 metros de circunferencia entre el tronco y las raíces. El Drago de Icod, testigo más que probable de los episodios de la conquista y colonización, era ya visitado cada año por alrededor de un millón de viajeros, y su salud estaba decididamente en las últimas: había perdido irremediablemente parte de sus raíces, y otra parte había sufrido por el tránsito de una carretera que pasaba al lado.

     

    Dos vistas del entorno del Drago de Icod, en la actualidad y después de 1941, cuando se embelleció la zona con jardines. En la foto en blanco y negro, el Teide está sobrepuesto.

     

    La intervención, hace un cuarto de siglo, no se produjo por motivos paisajísticos o urbanísticos. Su objetivo fundamental fue salvar al Drago de Icod de la exposición a la contaminación, la decadencia y la muerte, o al menos retrasarla todo lo posible, creando una zona de biodiversidad y renaturalización que ha beneficiado al drago, y ha devuelto el espacio a su hábitat histórico. El proyecto de Parque creó un lugar alrededor del árbol. Fue una decisión de sentido común, pero en los 80, en pleno boom turístico, la propuesta fue muy polémica porque suponía tener que desviar una carretera general. Se logró entonces, pero aún quedan cosas que hacer. Ojalá no las pare la estupidez cobarde y la mezquindad burocrática, aun instalada en tantos despachos.   

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