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Todo es pactar

Francisco Pomares

 

Esta campaña tan extraña que estamos padeciendo se asemeja bastante a esas pinturas murales que llamamos trampantojos y que no son otra cosa que presentar imágenes para construir con ellas un fraude visual elegante. La diferencia entre esas pinturas y esta campaña es que en la campaña no asoma la elegancia por ningún lado: seguro que hay muchos candidatos a ser alcalde, o presidente del Gobierno regional, que habrían preferido tener un escenario desde el que poder ofrecer alguna propuesta a sus ciudadanos, más allá de la sucesión de mentiras, actos de fe, promesas, o relatos insolventes que son hoy leit motiv del debate público. Aquí no se escucha ni una sólo idea, sólo hay rebajas de precios y ofertas de prendas pasadas de moda y bisutería con pretensiones, como en los saldos de los grandes almacenes. Esta campaña es sólo un espacio para que hablen a voz en grito los que tienen fuerza en sus pulmones. El que quiera decir algo con fundamento lo va a tener difícil para hacerse escuchar en medio de la cacofonía y los insultos. Escuchar insultos no predispone a nadie al entendimiento o la reflexión: normalmente te coloca en uno de los dos lados del conflicto, te obliga a tomar partido a favor del que insulta o a favor del insultado. Si además -por un casual- el insultado eres tú mismo, como candidato o como cualquier otra cosa, lo normal es que te enfades y renuncies a cualquier entendimiento.        

 

Este país está enfadado, porque el nivel de falsedad ha sobrepasado ya lo que socialmente se puede soportar, no hay ningún liderazgo inmune al trasiego de maldades, y las ideas sobre las que antes construíamos nuestra voluntad de entendimiento y convivencia han emigrado a otras latitudes más hospitalarias o mejor educadas, o se han secado tristemente por el camino. La campaña no es lo que anuncia ser, un debate abierto sobre quienes deben gobernar nuestras ciudades y siete de nuestras regiones, que son las que están en liza: estas elecciones han sido convertidas en la primera vuelta de las de diciembre, en las que lo que se va a decidir tampoco es qué tipo de Gobierno se quiere para el país, que tipo de políticas nos convienen, que apuesta se pretende. Lo que se decidirá en diciembre y se quiere adelantar ahora –como si de un plebiscito se tratara- es si Sánchez sigue o se va. Eso es lo que excita la campaña y la dota de un ruido de fondo ensordecedor, casi insoportable. 

 

En medio del ruido, las propuestas sobre limpieza de la ciudad, gestión de sus residuos, calendario de fiestas o proyectos de asistencia social no parecen trascendentes. Tampoco plantearnos si es posible ayudar a frenar el calentamiento con políticas locales, si la sanidad requiere de 7.000 sanitarios más, o si el Gobierno cumplió con su promesa de que ningún alumno acabará la legislatura en un barracón. Esas son las cuestiones que deberían decidir nuestro voto, cosas que tienen que ver con asuntos prácticos como el uso de nuestros impuestos, o con asuntos más filosóficos como si la administración debe decidir cómo educar a nuestros hijos o qué memoria debe ser preservada y cual no. Pero la campaña no va por esos derroteros: se centra en crear malestar en todas las direcciones. Nos ofrece una visión atrabiliaria y crispada de nuestras diferencias, conflictos y necesidades, y concluye siempre que todo eso que nos divide y enfrenta solo puede arreglarse si Sánchez se queda o se va.

 

Es mentira. Este Sánchez que ahora nos gobierna es el mismo que nos prometió no gobernar con Pablo Iglesias, no pactar con Bildu y no indultar a los políticos catalanes que rompieron la baraja. Cuando lo dijo, seguro que creía que eso era lo mejor para el país, por eso resultó convincente. Preparaba entonces un pacto moderado con Ciudadanos que nunca llegó, porque la política española ha sido sometida esta década a un centrifugado ya irreversible. Pactó con quienes le podían dar el Gobierno, y eso hicieron todos los suyos en cascada. Los Page y los Lamban que le sacan a Sánchez (un poquito) los colores, no han hecho lo mismo que él porque no era necesario. Un tipo taaaan moderado como Torres pactó con Podemos porque les necesitaba. O con Curbelo, considerado durante años por el PSOE su garbanzo golfo y ahora convertido en el haba pródiga del roscón de Reyes.  Si mañana necesita Torres otros votos pactara con ellos. Ya ha anunciado que su única línea roja es Vox. Y lo anuncia porque sabe que Vox no pactaría nunca con él.

 

El drama de la democracia española es que lo único que cuenta es seguir. Y que, para seguir, hacen lo que sea. Insultar, maldecir, mentir… y pactar con el enemigo.

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