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Tenemos un problema

  • Lancelot Digital
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    El socialista Pepe Segura era delegado del Gobierno español en Canarias durante la primera gran crisis humanitaria provocada por la llegada de centenares de pateras a las costas de Canarias en 2006. En aquél tiempo, el Estado no contaba en el archipiélago prácticamente con recursos para hacer frente al problema, y Segura se encontró con una situación imposible: tuvo que diseñar al mismo tiempo los protocolos de recepción y acogida de los miles de inmigrantes que no paraban de llegar, y lograr además medios y recursos para hospedarlos, atenderlos y tratarlos con decencia y humanidad. Segura ha comentado a sus amigos que aquella experiencia le cambió. No sólo a él, también cambió los sistemas y protocolos europeos para hacer frente a oleadas migratorias incontroladas, y cambio la percepción de miles de personas sobre el problema.

     

    Costó mucho hacer entender a centenares de miles de canarios, gran parte de ellos hijos de emigrantes, que la solución de los problemas derivados de la emigración africana no es precisamente sencilla, no tiene que ver con argumentarios de partido, endosos de responsabilidad a otros, soluciones milagrosas y ocurrencias de última hora. Costó convencer también a los adversarios políticos de que el problema no podía resolverse sin colaboración, acuerdos y sacrificios. Que había que hilvanar distintas realidades y visiones en una línea de actuación que fuera útil, aportara avances, resolviera conflictos y despertara más adhesiones que rechazos. Costó vencer el discurso de la otredad perversa e invasora, desmontar operaciones políticas de desgaste, frenar movilizaciones insensatas y levantar poco a poco una acción política consecuente con los objetivos buscados, reforzada por una diplomacia sin alharacas ni griteríos, y con el diseño de recursos de contención: las ayudas, también en materia de seguridad y policía, a los países ribereños; el despliegue de medidas de vigilancia y auxilio, como el Frontex; la constancia en la creación de centros para adultos y menores; la combinación de políticas tan distintas y tan necesarias como las de  asilo, las derivaciones, las repatriaciones… Y asumir que el problema es complejo y dinámico, con vertientes que tienen que ver con la corrupción y el subdesarrollo; que las rutas de la emigración pagan peaje a las mafias y enriquecen al terrorismo; que el mar es un desierto de agua donde se pierden todos los años miles de vidas e ilusiones; que Europa necesita emigrantes tanto como África necesita retener en el continente sus propias capacidades; que las sociedades no resuelven sus problemas sin entenderlos previamente…

     

    Costó. Pero se hizo mucho: se crearon las bases de las políticas migratorias más decentes y altruistas pergeñadas nunca por una Humanidad incapaz de redimirse del todo de la esclavitud, la trata de personas, la explotación de los más necesitados, la instrumentalización del racismo y la avaricia. Fue también un esfuerzo que marcó profundamente a una generación de políticos, y que al socialista Segura –uno de ellos, uno que descubrió también la necesidad de mirar a los ojos a los inmigrantes- acabó por desviarlo de sus propios afanes, para acabar prestando sus últimos empeños de servicio en una entidad como Casa África, desde la que se intenta construir desde Canarias un puente sobre el mar entre España y el vecino continente.

     

    Pienso en esos años, media generación atrás, en la que nos pareció que se avanzaba, haciendo poco a poco lo posible. Y pienso en estos de ahora, henchidos de sentimientos y declaraciones; de reparto infame de culpas y acusaciones; de ‘solidaridades obligadas’ e insolidaridades perfectamente autónomas y consentidas. No sé qué nos ha ocurrido para que detrás de cada declaración pacífica se oculte un culpable; detrás de cada oferta una agresión; detrás de cada razonamiento un grito y delante de todo, ruido y cálculo y más ruido y más cálculo.

     

    Tenemos un problema. Es un problema real que nos envenena y nos impide trabajar juntos como hicimos en 2006. En estos años pasados, todo se ha convertido en sentimentalización pueril y culpabilidad inútil. El mundo es ahora un mundo de nosotros los buenos y ellos los malos, en el que nadie dice lo que de verdad siente o piensa, sino lo que es oportuno para que sea otro el que cargue con el muerto. Un mundo de gente que no se moviliza para resolver nada, sino para que el adversario sea único responsable de lo que sucede o no sucede.

     

    Me gustaría tener un día optimista (o ingenuo) y creer que van a servir de algo las fuerzas puestas en movimiento para que la Sectorial sobre la infancia adelante un acuerdo que facilite la reforma de la Ley de Extranjería, que ni siquiera es de su competencia. Pero no tengo ese día. Lo que veo tiene poco que ver con ese “mirar a los ojos de un niño” que la ministra Sira Rego le propone a Feijóo –más palabras- y mucho más con seguir crispando, polarizando, dividiendo, señalando.

     

    Y así nos va.

     

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