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Que no sea tarde

Francisco Pomares

 

Para una vez que dice la verdad, no vamos a quejarnos. Después de seis años de justificar en sus sondeos el comportamiento cainita de los que mandan, el CIS reconoce por fin lo que es obvio: los ciudadanos estamos más que cansados, hartos de vivir en esta absurda representación impostada que nos han inventado, indigestos de insultos, ahítos de bronca, y con deseo de volver a los tiempos en que los acuerdos y consensos eran posibles. Asqueados de guerra civil, de ver como se clasifica a la mitad de la población como fachas, de que no haya forma humana de recuperar aquel viejo espíritu consensual de la Transición que enterró la otra leyenda negra, la de la rabia española, y nos demostró (y demostró al mundo) que la nuestra era una sociedad madura y moderna, capaz de aceptar al diferente, asumir la necesidad de entenderse, promover el diálogo y el acuerdo.

 

En los tres años transcurridos desde la muerte de Franco a la aprobación de una Constitución que lleva ya más años con nosotros de los que aguantó el dictador, este país, esta sociedad, la nuestra, demostró ser capaz de enterrar el odio y hacer el milagro. Pero yo no soy de los que defienden la Transición como obra perfecta. No lo fue, ni podía serlo: surgió en un momento histórico extraordinariamente peligroso, un momento de montejurras, vitorias y atochas, en el que la barbarie campaba a sus anchas y sumaba muertos todos los días, aun protegida por los restos de una parte irredenta del Estado autoritario. Pero de las tripas de ese mismo Estado habían surgido también hombres y mujeres dispuestos a protagonizar la conciliación nacional, un pacto donde cabían todos los que querían un país abierto a la democracia y a Europa. Quienes han intentado la demolición de la galopada española a la modernidad, los que han elegido instalarse en el cielo de Galapagar y en el rencor por el trabajo colectivo de una generación comprometida, valiente y generosa, son los que alimentan el conflicto y el desánimo ante nuestra incapacidad para superarlo.

 

Los resultados ofrecidos por la primera encuesta tezana sobre hábitos democráticos, publicada ayer, reflejan que más de la mitad de los españoles creen que la situación política es hoy mala o muy mala, hasta un 82 por ciento si se suman los que la consideran regular. Y que cerca del 90 por ciento de los encuestados desea grandes consensos políticos. Y que hasta un 87 por ciento cree imprescindible quitar presión a un debate público que hoy se basa en la descalificación, el insulto y la mentira.

 

El CIS hace trampas, como siempre: pregunta cuales son los asuntos sobre los que deben pactar los dos grandes partidos españoles -el PP y PSOE- pero sus preguntas no son abiertas, son cerradas, y señalan con descaro las políticas que forman parte del programa del Gobierno: pacto sobre fiscalidad, sobre la reforma de la legislación laboral, para enfrentarse a la violencia de género, para gestionar mejor los fondos europeos o –sexta preocupación consensual- para desbloquear la elección de nuevos cargos en el Poder Judicial. Son todas preguntas sacadas de la agenda sanchista, no se pregunta sobre la necesidad de negociar la amnistía, la defensa de la Constitución o qué hacer con los partidos que chantajean al Estado. Son serias preocupaciones que alientan el malestar de –al menos- la mitad de los españoles. Pero el CIS parece más pendiente de señalar apoyo a los acuerdos que desea el Gobierno, que de descubrir los que realmente quiere una parte importantísima del país.

 

No es sólo una estrategia tezana, es la última apuesta del relato de Sánchez: tras seis años de militar en la polarización y la crispación, una amplísima mayoría eliminó ayer la terminología casposa que anida en la Constitución (casi medio siglo no pasa en balde) y Sánchez descubre que hay que trabajar desde el consenso, porque desde el consenso se logran –nos dice- los mejores resultados, sale lo mejor de todos. Sánchez tiene razón: hay que desinflar este souflé insano, relleno de inquina y putiferio, y hay que hacerlo antes de que resulte imposible. Es curioso que el presidente descubra que somos mejores cuando logramos entendernos, después de cinco años de provocaciones innecesarias a la derecha social y emocional, después de gobernar con Podemos y entregarles el corazón del Estado y después de poner en almoneda lo que queda de país para sobrevivir en Moncloa.  Me preguntó porque no lo pensó antes. Y me respondo que antes no tuvo ninguna necesidad de aceptar que el país somos todos, no sólo los suyos. Y ahora, cuando una parte de sus socios lo colocan ante el disparadero de violentar todas nuestras normas de convivencia o perder el Gobierno, es cuando descubre el valor del acuerdo y el consenso. Por el bien de todos, espero que no sea ya tarde. 

 

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