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Proteger la memoria

Myriam Ybot

 

Así como la magdalena mojada en té desató en Charles Swann los recuerdos de su niñez, en la primera entrega de la obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, igual sentí yo el vértigo del viaje cuando llegó a mis manos el carné de socia de la Casa del Miedo. La materialización del vínculo en el cartoncillo azul plastificado, con mi rostro ojiplático y la bandera pirata, me llevó de vuelta a treinta años atrás cuando, alongada sobre el balcón abalaustrado de mi primera habitación en la isla, descubrí aquel paseo en torno a la lengua de mar que llamaban “el charco”.

 

Todo mi ser urbano y mesetario vibró de emoción ante la superficie crepitante de reflejos solares, las barquitas cabeceando en la lámina de agua, los muros blancos y, elevado sobre las chatas azoteas, el campanario de la iglesia de San Ginés. La mole gris de los cines Atlántida ya reinaba en la ribera pero no así varios de los edificios que compiten hoy en dimensiones y desmesura.  

 

Solo unos meses después de mi llegada, las escasas cuatro mesas que se apretaban entre la fachada de la sociedad de pescadores y el murete que salva el desnivel del Lomo se habían convertido en el patio de mi recreo, el elegido en aquella avenida de fantasía, poco transitada y que apenas alojaba algunos locales más como el Lemon, el Leito de Proa, La Puntilla y el Rincón del Majo, hoy convertido en un solar en ruinas.

 

Aquella exigua terraza fue testigo de muchas cañas vaciadas y de muchas conversaciones encendidas, de esas destinadas a arreglar el mundo; y su entorno, insustituible parque de juegos infantiles cuando aumentaron las familias de quienes nos reuníamos en tertulia irrenunciable.

 

Y aunque poco a poco la lógica turística, la tranquilidad peatonal, el privilegio de las vistas y el soco de los morros llevó a la proliferación de bares y restaurantes a lo largo de toda la ribera, la Casa del Miedo mantuvo sin doblegarse las tradiciones sangineleras del chocolate con churros, la cucaña y los jolateros, la oferta de calamares fritos en la carta y la habitual partida de naipes de quienes aún evocan las citas en la finca abandonada que daría nombre a una cuadrilla de amigos y posteriormente, a la entidad cultural y deportiva construida con sus ahorros y sus manos.

 

La sociedad recreativa ha pasado por los altibajos propios de las gestas colectivas. Después de algunos cambios de timonel, con Pepe Tabares de nuevo a los mandos, afronta un nuevo tramo de su conmovedora travesía. Y así como se protegen la arquitectura centenaria, los bienes culturales y el patrimonio intangible, debemos contribuir a la conservación de los lugares anclados en la memoria. Como dijo el artista Juan Gopar en un pregón justo delante de la Casa del Miedo: “Somos lo que recordamos o lo que creemos recordar. Clarificar el sentido que el pasado tiene para el presente es una tarea que puede ayudar a entendernos”.

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