Polos, bipolar, polarizados…
Hace unos años, ‘polarizar’ algo, la atención, por ejemplo, implicaba captarla y atraerla. Tenía que ver con las técnicas de seducción del marketing y la comunicación. Pero el palabro tiene una historia previa: empezó siendo un término técnico de la física, que significaba modificar los rayos de luz por medio de la refracción (o la reflexión), de tal modo que ya no puedan refractarse o reflejarse en otra dirección. Luego ‘polarizar’ paso a ser para la Real Academia y el común de los hablantes “concentrar la atención o el ánimo en algo”. Y después vino otra definición harto indefinida: “orientar en dos direcciones contrapuestas”. Además, el diccionario refiere aún un significado bastante más común en nuestros días: “Bronca”. Y en eso estamos, en una situación de bronca creciente. Parece más instruido y correcto decir que estamos ‘polarizados’. Pero lo que estamos es en la bronca salvaje.
El término ‘polarizar’ designa hoy una técnica bélica del espacio público, con aventajados discípulos en nuestro país. Es una técnica usada con soltura durante el bipartidismo, cuando podía hablarse de un parlamento bipolar, en el que los dos polos eran el PSOE y el PP. Pero la técnica no tenía aún demasiado recorrido: polarizar significaba ya enfrentar a los españoles por cualquier cosa, pero había cosas sobre las que se creía era de muy mal gusto ‘polarizar’ –aunque hubo excepciones- como el terrorismo, la monarquía o la vida sexual de los demás. Los dos primeros se consideraban asuntos de Estado, y el último una cuestión de buena educación. Luego llegó Aznar y decidió que el terrorismo –más aún el terrorismo de Estado de los GAL- podía servirle para ganar unos votos, y rompió la baraja, con la ayuda de su amigo Pedro Jota. La vida íntima de los demás (incluido Pedro Jota, como nos ha recordado esta semana su ex desde el Hola!), se convirtió en carne para los festines catódicos de la tarde, y para el couché, y aunque hay que reconocer que nadie quedó muy ‘polarizado’ por la sucesión de revelaciones sicalípticas, si hubo quien ardió por los secretos de alcoba.
Pero cuando la cosa se puso de verdad intensa fue con la llegada de Podemos, el partido del 11-M y Pablo Iglesias. Con evidente desdén hacia los viejos camaradas del Pecé, esos viejunos desfasados con discursos rancios y políticas de otros tiempos, Pablo descubrió que el teatro se dividía en pueblo y casta, en los de abajo y los de arriba, con los que el político más versátil del país desde Felipe, construyó el mito de Podemos hasta entrar en el Gobierno sobre dos preceptos: la hermosa idea de que los del ‘pueblo’ han sido y son siempre los buenos, para la que no hacía falta explicación. Y la reinvención de La Casta. Con una novedad sutil: durante la Transición, para la izquierda, la casta eran los poderes fácticos: banca, Iglesia y militares. En los años del pelotazo el espacio se abrió a la oligarquía, a los ricos; los militares dejaron de ser poder para convertirse en funcionarios armados; y la Iglesia redujo su influencia, aunque los curas sigan siendo fuertes ‘polarizando’ con el aborto.
Pareciera que la casta hubiese menguado, ensanchándose el poder y las posibilidades del pueblo. Pero no. Podemos descubrió que el nuevo cáncer fáctico anidaba en otras aguas, las del propio aparato del Estado, donde el franquismo mantiene aún (43 años después) especímenes de cuidado. Eso es La Trama, una conspiración constante contra Podemos y sus sueños de tocar el cielo desde Galapagar… Podemos renunció a La Casta en Vista Alegre II y se centró en esa red corrupta de políticos, policías y empresarios, a la que en los últimos meses ha sumado a jueces y periodistas. Incluso los de los medios antes afines que cuestionan ahora la doctrina de Iglesias. Curiosidades del nuevo mundo ‘polarizado’: La Casta es ahora un vocablo-Vox. Lo usan para atizar a la casta sindical, la casta LGTB, o la casta progre en general. Siempre hay y habrá castas a las que combatir.
Los extremos populistas y polarizados afilan insultos y descalificaciones en estos tiempos de bronca repetida, distrayendo la atención de la realidad y los hechos que de verdad nos afectan. Por ejemplo, de esa ley que es hoy un auténtico jeroglífico semántico: la ley de Garantía de la Libertad Sexual, de Campos y Montero. Que está mal, pero no se deciden a corregir. No vaya a caer el Gobierno.
La bipolaridad de la política española se ha convertido en ‘polarización’ extrema, una fábrica de leyes derogables al toque de cambio de Gobierno: el ‘bibloquismo’, sin duda imperfecto.