Mi Twingo
Guillermo Uruñuela
Era una tarde especial porque se emitía un trabajo en público al que le había dedicado más pasión que esfuerzo. Serían las seis y media de la tarde y litoral de Arrecife se oscurecía minuto a minuto hasta quedar solamente iluminado por focos artificiales, amarillentos. Aparqué delante de la casa de mi amigo Andrés y puntual apareció en escena con sus dos hijos. Juntos iríamos al estreno pero antes dejaríamos a los adolescentes en casa de su tío.
Yo fumaba fuera del coche, con el motor aún encendido, cuando el tridente se aproximó a mi viejo Twingo que a tantos sitios me ha llevado y que en cierta manera ha madurado de mi mano, o yo de la suya. Hace más de una década era un coche reluciente que olía a nuevo y tenía buen aspecto. Incluso llegó a ser soltero creo recordar. De esto no estoy seguro. Ahora, quemado por el sol lanzaroteño, impregnado de un aroma rancio, porta un par de sillas que abultan más que el propio vehículo. Sus luces alumbran apenas un palmo, una de sus ventanillas no funciona como debería y la radio se fue al carajo hace tiempo.
Los dos jóvenes se embutieron en la parte de atrás cuando les indiqué que se acomodaran como pudieran entre los bultos preparados para unos bebés que ya no son. Andrés se reía cómplice porque ambos se miraban en la retaguardia con cara de pillos, pensando, qué desastre de coche tiene este amigo de mi padre.
Ironizamos sobre ello. Yo vendiéndoles sin éxito algo en lo que ni yo creo. Que ese Twingo es el mejor coche del mundo; y ellos dándome la razón sarcásticamente como si no quisieran ser ofensivos.
Los dejamos. Se fueron. Nosotros aparcamos y nos dirigimos al estreno.
Esa misma noche al llegar a casa en solitario con la marea dormida, me quedé mirando al Twingo que justo lo pude estacionar entre un Mercedes y un Volvo. Era como si se trataran de diferentes especies. Unos elegantes, actualizados, estilizados, con la chapa perfectamente barnizada. En el mío, la luz de una farola sólo se reflejaba en la parte en la que no estaba quemada la pintura.
En muchas ocasiones me han comentado, sin yo tomármelo muy en serio, que era hora de cambiar de coche. Que tengo tres hijos. Que si la seguridad. Que si el confort. Pero recuerdo el cariño con el que lo conduje las primeras veces. El miedo que me daba cuando lo sacaba del garaje para no rayar su carrocería porque aún no manejaba bien el embrague. Era un coche modesto pero nuevo en su tiempo.
Al Twingo los años le han pasado factura pero ahí sigue brindándome sus servicios sin quebraderos de cabeza. Llegará el día en el que lo cambie, supongo. Y me sentaré en una tapicería impoluta, y podré conectar el móvil a la radio para contestar llamadas, y encenderé el aire acondicionado en verano, y otras tantas cosas. Sin embargo, cuando se pase el efecto novedoso que genera una ilusión efímera, recordaré a mi viejo Twingo y confirmaré lo que ya sé. No habrá otro coche, aunque sea de la misma marca, que represente lo mismo que este jodido Twingo negro que conduzco con la ventanilla bajada.