Más de Mortadelo que de Barbie
Mar Arias Couce
En medio del bombardeo mediático con la película de Barbie y todos los comentarios escuchados y leídos en relación a lo que esa muñeca ha supuesto en sus vidas, en su infancia o en sus recuerdos, me puse a pensar en qué me influyó a mí. En qué recuerdo de aquellos años de juegos infantiles. Por supuesto la Barbie, no. En mi casa no entró jamás porque mi madre consideraba que era un estereotipo femenino imposible. Que nadie podía ser así, ni debía intentar serlo. En su lugar entró la Nancy, con lo que yo crecí con el convencimiento de que no existen las mujeres altas, hiperdelgadas y con mucha pechuga, pero sí las cilíndricas, porque la Nancy tiene el pecho, la cabeza, la cintura y la cadera, más o menos igual. Lo cierto, es que tampoco recuerdo especialmente a la Nancy. Alguna queda en mi casa, con el pelo cortado por mí y alguna que otra trastada que le hice, pero no forma parte de mi imaginario. Lo que sí recuerdo, son las horas y horas que me pasé junto a dos tipos calvos, bueno uno con dos pelos, junto a una niña que tenía la cabeza más grande que el resto del cuerpo y que era lista como ella sola o a aquellos dos señores con casco que vivían aventuras esperando que el cielo no cayera sobre sus cabezas. También recuerdo un edificio imposible, con su moroso, su portera, su familia convencional y su ascensor cochambroso.
Junto con los cuentos, que fueron muchos, los comics y esos libros especiales, los Superhumor, los Asterix y la incombustible Mafalda, siempre me acompañaron. Por encima de todos, inevitablemente, estaban Mortadelo y Filemón, a los que en estos días todos rendimos homenaje por la muerte del gran Ibáñez. Pero no es para menos, más de tres, cuatro y hasta cinco generaciones han crecido con esos dos agentes de una improbable agencia llamada Tía. Con los zapatófonos, con Ofelia, el profesor Bacterio y el superintendente Vicente. Ya no solo eran las desternillantes tramas, los disfraces de Mortadelo y los inventos de Bacterio, eran los guiños que hacía el propio Ibáñez constantemente. Esas lagartijas, arañas o ratones que salían de las esquinas de las viñetas y que contaban su propia historia. Cada página de esos libros, que llegaban a mi casa con las buenas notas, y que tanto me leía yo como mi padre, una y otra vez, y ahora leen mis hijos, era una auténtica obra de arte en la que no faltaba un detalle. Recuerdo devorarme los libros enteros de la Trece rue del Percebe, mirando solo las intrahistorias de la araña del ascensor en el último piso. Después ya me leía el libro entero, pero me fascinaban esas pequeñas miniviñetas que te hacían estar atento a todo.
Así que, en estos días rosas de Barbie y Ken, creo que me voy a autoregalar la relectura de un par de aquellos libros que, a estas alturas, tendré que pedirles prestados a mis hijos, para disfrutar con las historias pegadas a la actualidad que el bueno de Ibáñez tuvo la fortuna de regalarnos a todos. ¡Gracias maestro, que el cielo te sea leve!