La segunda muerte de Santi Negrín
Francisco Pomares
Cuando ocurre algo malo, más si es la muerte de alguien, la noticia se apodera del tiempo, se expande y retuerce en cualquier recodo de la vida, se hace dueña de todo: estoy con mi colega Lucas en una terraza y recibo un guasap de JB a las doce y cuarenta –justo a esa hora – para contarme que Santi murió ayer, aún no sabe exactamente de qué, aunque parece que fue una crisis hepática. Pasmo. Hace apenas tres días que hablé con él, con Santi, sobre un curro que estaba gestionando en Lanzarote. Unos días antes habíamos estado en la misma mesa de terraza del bar donde recibo la terrible nueva. Entonces le vi gris, cansado y quizá triste, y me reí cruelmente de su aspecto mortecino: le dije que se cuidara más, que estaba más viejo que yo. “Eso es imposible”, replicó desde sus 16 años menos. Y es verdad, siempre -y en todo lo que puede medirse- he sido el más viejo de los dos: él llegó a la cita en su moto, yo caminando apoyado en mi bastón de burgués convaleciente. Recuerdo su risa franca al señalar el bastón y decirme “aquí el único viejo eres tú”, su mirada pícara de tahúr descubierto haciendo trampas, como queriendo ser perdonado por su encanto. Lo recuerdo consciente de su propio cansancio en una luminosa mañana de principios de verano, mientras intento sobreponerme al absurdo de la muerte, y recuperar apenas la compostura. No ha pasado aún un minuto desde el guasap de JB y el móvil vomita ya un rosario de mensajes cuando aparece Iván por el bar despavorido, contando por todas las mesas con excitado escándalo y pesadumbre que Santi ha muerto. Así es. Otro día más de este año de pérdidas, tan distinto a cómo debería haber sido, tan cruel, tan mezquino.
Conocí a Santi cuando aún trabajaba con Adán Martín, creo recordar que, a las órdenes de Daniel Cerdán, ocupándose de asuntos de prensa. Recuerdo que no me cayó bien, pero es que a mí no me cae de entrada bien nadie. Casi nunca. Antes no me importaba que se me notara, desafiantemente seguro de mis primeras impresiones. Ahora disimulo mucho mejor, pero entonces no me molesté en hacerlo, y supongo que yo también debí caerle mal a Santi, aunque a lo mejor no fue así, la vida es rara: a él parecía gustarle todo el mundo.
Comencé a tratarlo unos años después, cuando andaba instalado en la planta alta de Teobaldo Power, llevándole prensa al palmero Antonio Castro. Gomero de una pieza, hijo de un policía municipal, siempre tuvo la habilidad de hacerse querer por la gente que manda. Servicial, discreto, bondadoso y sustancialmente dado a la lealtad, Santi se movía por la moqueta, los despachos y salones del poder regional, como nadie. No buscaba nunca el conflicto, sino el acuerdo, y ese fue siempre su seguro de vida: era afectuoso incluso con los adversarios, los pocos que tenía él, y los muchos que tenían la gente para la que trabajaba. No era de dejarse la vida moviendo papeles o escribiendo informes, lo suyo era resolver problemas ajenos, consolar adversidades, meter el freno cuando otros aceleraban y portarse bien con todo Dios. Comencé a tratarle por aquél entonces, aunque aún no era su amigo. Años después me lo encontré en un despacho inesperado, como jefe de informativos de la Ser, cuando yo mismo entré a trabajar en Radio Club. No parecía que le interesaran mucho las noticias (confieso que a mí tampoco me han interesado jamás en exceso, nunca he entendido qué hago en este oficio) y eso nos acercó de alguna manera. Lourdes Santana, bendita sea, me había rescatado del ostracismo y me puso a decir chorradas en antena por la mañana. Santi era mi jefe, pero nunca le interesó una higa mi discurso. Creo que prefería mi compañía a media mañana, algunas veces con la primera copa del día, que siempre pagaba JB, poniendo santamente a caer de un burro a cualquiera cuyo nombre fuera pronunciado. En ese deporte nos hicimos cómplices, y algo aprendí de su estilo inestridente, casi elegante, para hablar de todo sin comprometerse contra nadie. Santi daba clases en la Universidad Europea de La Orotava, y me invitó un par de veces a compartir alguna, quizá porque le apetecía que un tipo con menos modales que él escandalizara a sus jóvenes alumnos de vez en cuando.
Fue en esos aperitivos de media mañana y esos viajes en su coche a La Orotava, donde comenzó a fraguarse algo parecido a lo que los periodistas entendemos como amistad: una forma de intercambiar información sin hacernos trampas y no hablar demasiado con los demás de los defectos y carencias del otro. Cuando lo nombraron director de la tele, no fue una sorpresa. Sabíamos que se lo había trabajado laboriosamente, que contaba con los mejores padrinos y que había cerrado compromisos para lograrlo a tres bandas: con Fernando Clavijo, que quería despachar a Willy García y tres piedras, con Manolo Soria, que le puso condiciones, y con el PSOE, donde tenía muchos viejos amigos. Creía que aquél iba a ser su mejor destino, y lo creyó casi todo el mundo: después de la etapa glacial y furibunda de Willy, con la tele ardiendo por todos sus costados, un desprecio cerril al Parlamento y a todo lo que no oliera a Paulino Rivero, y además un montón de contratos en los tribunales, la solución de un hombre bueno, amigo de todo el mundo, capaz de llegar a acuerdos y sin maldades ni reservas, parecía una opción inteligente.
Su elección fue recibida con más alegría que desagrado, aunque él no era un hombre de la tele, y para hacerse un lugar en ese zoco de egos revueltos y negocios multimillonarios, hace falta alguien de colmillo retorcido, entrañas de acero y capacidad de engaño. No eran esos los defectos de Santi. Y ya desde su primera decisión montó un lío de cuidado: precipitó el catálogo de sustituciones y nombramientos efectivos de su equipo antes de las elecciones, sin pedir ni consejo ni permiso a quienes le habían nombrado. Eso cabreó a Clavijo, endemonió a Barragán y convirtió a Soria en un pariente cercano del demonio de Tasmania. Quería Santi demostrar que venía a cambiar las cosas, con un proyecto basado en profesionales de la casa, transparencia y limpieza en las decisiones económicas. Debió creer que estaba en la BBC de antes, fuerte ingenuidad…
En castigo por su osadía, los suyos le dejaron inmediatamente sólo con una reducción de presupuesto de las que hacen época. La tele es básicamente dinero: sin dinero, la cueva se convierte en pozo de los sacrificios y condenas. Durante un año, tuvo que pagar de su bolsillo el café de las cafeteras del Ente, con el sentimiento de haber sido abatido antes siquiera de levantar vuelo. Y eso fue sólo el principio del aprendizaje: él quería abrir la tele a otra forma de hacer las cosas, hacerla más independiente y controlar el reparto de los talones para evitar otros ocho años de más de lo mismo. A cada paso que dio en esa dirección fue masacrado por Nueva Canarias y el PSOE y por las empresas favorecidas en la etapa de Willy con sinecuras y contratos, sin que nadie le defendiera. Sufrió una de las campañas de descrédito más brutales que jamás haya sufrido nadie en esta tierra. Abrió la veda a comportamientos y lenguajes nunca usados antes ni después, quizá porque ni antes ni después hizo falta: fue tildado durante días -y semanas y meses y años- de inútil, borracho, sinvergüenza y corrupto.
No estaba preparado para eso. Y se rompió. Pidió en varias ocasiones que le dejaran volver a lo suyo, y sólo entonces desde el Gobierno le echaron primero una mano para que pudiera ordenar la casa, y cuando no salió como esperaban, simplemente le echaron.
Él no entendió nunca lo que le había ocurrido, porque en esos meses se sentía tan destruido, que no fue siquiera capaz de pararse a pensar en lo que le habían hecho. Y era algo muy fácil de entender: se enfrentó prácticamente solo al juego de tronos que sostiene con los millones de la tele el ecosistema de los medios de esta región. Y perdió. Porque nadie ha logrado nunca ganar esa pelea. Y él no estaba preparado para darla.
Nunca se recuperó del todo: tras el fracaso se refugió en su familia, consiguió que Curbelo le contratara durante el Pacto de las flores, mantuvo su dignidad de penene en la Europea, y un discreto vínculo con la escritura en una columna semanal en su blog, que le define mucho más como ser humano, que como el periodista que no le dejaron ser. Pobre Santi, profesional y humanamente desguazado por gente a la que apreciaba, y abandonado por la gente a la que servía. Cuando fueron a por él, ni siquiera se defendió. Ni tampoco le protegió nadie. Ayer fue otro día extraño de este año furioso: se nos murió -por segunda vez- un hombre con defectos –como todos-, que era bueno y quiso hacer las cosas bien. A veces no sale.