La natalidad es emigrante
Francisco Pomares
Algo más de uno de cada cinco residentes en Canarias es hoy de origen extranjero, frente a menos de uno por cada seis en el conjunto de España. Supongo que sólo esgrimir ese dato excita la xenofobia de algunos. Pero la situación no es en Canarias la que parece ser: al contrario de otras regiones españolas, aquí –como en las regiones costeras mediterráneas- viene mucha gente la Unión Europea, una población que no acude a las islas por motivos económicos, sino por su estupendo clima y calidad de vida. En parte, se trata de trabajadores que desean vivir en un hábitat mejor, menos frío y estresante, y en otra parte de jubilados sin problemas económicos, que contribuyen con sus adquisiciones a tensar el mercado inmobiliario, pero no tienen problema alguno de integración. Más allá de la estupidez antiturística orquestada en las últimas semanas por un radicalismo impostado que se ha dedicado a llevar gente de la capital a manifestarse contra el turismo en los Sures, el rechazo al extranjero que aún pervive en las sociedades desarrolladas tiene muy poco que ver con el turismo, y mucho más con el rechazo al pobre que constituye aún hoy una de las fobias más extendidas entre la clase media. Quizá porque las clases medias aún mantienen en su código genético el recuerdo y el rechazo a una pobreza no tan lejana, a tiro de un par de generaciones.
Por eso, los problemas de integración del extranjero en nuestras ciudades se producen mucho más cuando los extranjeros son inmigrantes pobres, ése es especialmente el caso de africanos y asiáticos, más fácilmente identificables y señalables como ajenos, como parte de la otredad, que el inmigrante de origen hispano.
Son sin embargo las mujeres sudamericanas, marroquís y en menor medida las asiáticas, claves en el sostenimiento de la demografía de las islas y de España. De las personas de origen extranjero que residen en las islas, casi la cuarta parte son niños o jóvenes que nacieron aquí. Son canarios de nacimiento, canarios de todos los colores, que se integran sin gran dificultad cuando son de origen europeo, pero con menor fortuna cuando son africanos o asiáticos, como confirma la endogámica estadística de los matrimonios entre inmigrantes de África o Asia.
En total, uno de cada tres niños que nace en Canarias, es hijo de una madre extranjera. La proporción parecida se mantiene en el conjunto de España: uno de cada tres nuevos españoles resulta ser también hijo de inmigrantes. Y ocurre así no solo porque haya cada vez más personas de otras etnias y culturas trabajando en nuestro país, también porque la tasa de natalidad de las mujeres sudamericanas y africanas es muy superior a la española, y por supuesto a la canaria, hoy –por cierto- una de las más bajas del país.
Esa situación va a suponer –está suponiendo ya de hecho, puede contemplarse a simple vista en los colegios de las islas- una transformación demográfica y social sin precedentes en nuestra historia, tanto por su magnitud, como por el tiempo reducido en el que se ha producido la llegada masiva de población foránea. Y va a más, porque no es posible ponerle puertas al campo. El deseo de una vida mejor mueve a millones de seres humanos que abandonan los países pobres para dirigirse a los ricos, que además necesitan cada vez más emigrantes para sostener su economía, su sistema de salud, sus pensiones… Europa no podrá mantener su modelo de Estado de Bienestar si no logra integrar al menos a setenta millones de emigrantes de aquí a final de siglo. Una tarea que nadie considera hoy urgente, cuando es sencillamente vital.
Lo cierto es que desde los Gobiernos no se está haciendo prácticamente nada para evitar los problemas que este gigantesco cambio sociológico supone para nuestra cultura, y puede llegar a implicar para la convivencia y la construcción de una sociedad solidaria e igualitaria. El relato reaccionario de la ultraderecha, señalando a quienes llegan como responsables de la crisis del empleo, tampoco ayuda, quizá porque no existe aún un discurso moderado que identifique la inmigración con el crecimiento económico y la prosperidad. Son muchos los complejos y miedos a contar la verdad. Tantos que la inmigración y la natalidad ni siquiera figuran como objeto de atención de los organismos oficiales que se ocupan del llamado ‘reto demográfico’, a los que sólo parece interesar cómo resolver los problemas derivados de la despoblación rural. Tiene uno la sensación de que en este país hiperpolitizado y negado al acuerdo y al consenso, nos perdemos en relatos