La egocracia o la mal llamada democracia
Gloria Artiles
Tras la pandemia, la población vive -en realidad más bien sobrevive- en una especie de indefensión psicológica que nos aboca a permanecer en un estado generalizado de anestesia y resignación ante lo que nos toca vivir, esperando a que la cosa cambie o al menos no vaya a peor. Es una mentalidad infantil, como esperar a que los reyes magos nos traigan lo que hemos pedido. Como si no dependiera de nosotros mismos las riendas de nuestras vidas. Hemos normalizado la mediocridad y la mentira y damos por buenos los guiones del sistema social y político.
Del miedo que nos arrasó con la irrupción de un virus mundial que nos amenazaba a todos de muerte, hemos pasado al miedo a perder la seguridad económica y la sociedad del bienestar a la que estábamos acostumbrados, al menos en Occidente. Y claro, todo es miedo. Y la sensación de que no se puede hacer nada, de que todo está fuera de mi control. Esa vulnerabilidad humana ante la angustia que produce la posibilidad de perder la vida o la calidad de vida que teníamos, es la que hace que depositemos nuestro destino en quienes nos gobiernan. El ciudadano se convierte así en esclavo de los dictados del ego y los gobernantes manipulan hábilmente nuestras necesidades de supervivencia, bienestar, pertenencia y valor, para obtener votos y seguir en el poder (porque, salvo excepciones que también conozco, el político promedio concibe el poder como un fin en sí mismo, y no como un medio para utilizarlo para el bien común).
El caso es que a los políticos les pasa lo mismo: no son extraterrestres, no son una subespecie de homo sapiens desconocido que nos resulte ajeno. De hecho, han salido de entre nosotros y, aunque no lo parezca, son tan humanos y vulnerables como el resto, con los mismos temores y las mismas inseguridades de todos, que parece que estemos “a medio sancochar”, sin haber descubierto aún que somos libres y cuáles son nuestras cualidades esenciales. No se trata de juzgar, se trata de poner consciencia de que la democracia, como sistema, ha topado con las propias limitaciones de todos nosotros: de los gobernantes y de los gobernados. Hablar de democracia es un eufemismo. En realidad esto es una egocracia.
De ahí que quienes se agarran a un sillón sean capaces de hacer lo que sea por seguir obteniendo un sueldo, en su intento de evitar la inquietud vital que produce no saber si en los próximos años podré comer o pagar la hipoteca: es una cuestión que apunta al instinto de supervivencia y la necesidad de seguridad de que todo va a estar bien. Como saben que estamos aletargados y no vamos a reaccionar, quienes nos gobiernan son capaces de todo: de aumentarse sus salarios por encima del resto; de ser incongruentes entre lo que dicen y lo que hacen; de mentir con impunidad; de insultarse y destruirse entre ellos para demostrar quién es el más listo, el más guapo y el que más poder tiene; de tenernos entretenidos construyendo falsos relatos en torno a problemas inexistentes, o que si existen, no afectan realmente a a nuestra vida real... En fin, todo con tratar de conservar el dinero y el poder. Y efectivamente se convierten en casta, la casta política, un grupo pequeño de favorecidos que terminan logrando una serie de privilegios que para sí quisiera la gran mayoría de la sociedad a la que gobiernan.
Pese a todo, mantengo la esperanza en el ser humano, pues concibo la esperanza como un acto de la voluntad. Pero les confieso que si algo me produce desánimo es aventurar que en las Elecciones del próximo 28 de Mayo, los ciudadanos, abrumados por nuestra apatía y falta de confianza en nosotros mismos, no tendremos capacidad de respuesta reflexiva, libre, madura y valiente, porque como dice el chiste “honestamente doctor, me resulta más fácil seguir sufriendo que coger el toro por los cuernos y arreglar todos mis problemas”.