La ‘big quit’ llega a Canarias
Francisco Pomares
El Ministerio de la Seguridad Social ha decidido actualizar el listado de actividades laborales que, a partir de ahora, facilitarán la llegada de personas extranjeras de terceros países, las denominadas ocupaciones de difícil cobertura. Antes de que los medios facilitaran información sobre el asunto, este quedó esbozado por el ministro Escrivá durante un encuentro con empresarios en Presidencia del Gobierno en Santa Cruz de Tenerife, en el que señaló que la legislación tan solo permitiría como casos nuevos, los de marineros o deportistas y entrenadores de deportistas. Al final, lo que ha ocurrido es que se ha ampliado aún más el catálogo, provocando dudas sobre lo que es realmente de difícil cobertura.
Hasta hace no mucho, sabíamos que los trabajadores de las islas ya no parecían dispuestos a aceptar trabajos vinculados a servicio doméstico, cuidados o actividades que consideran serviles. Hoy, un porcentaje muy elevado de cuidadores de personas mayores, y de personas que realizan actividades de servicio doméstico, son extranjeros. Pero la lista de profesiones que los canarios nos negamos a aceptar, se extiende: los empresarios turísticos aseguran que les resulta difícil contratar a personal local para trabajar en la limpieza, jardinería o mantenimiento de los hoteles, pero también como camareros. Y ayer, el presidente de la patronal de la construcción de Tenerife, Oscar Izquierdo, llegó a asegurar en la radio que la construcción –que hoy emplea a 48.000 personas en las islas, precisa de 20.000 trabajadores más para situarse en su verdadero potencial económico…
Es posible que la construcción –uno de los dos sectores que tradicionalmente aportan más empleo a la economía canaria- busque 20.000 trabajadores y no logre encontrarlos en las listas de desempleados de esta región? Parece descabellado, pero quizá no lo sea tanto. El impacto de lo que se ha dado en llamar la gran renuncia, –la desafección creciente de los trabajadores con sus responsabilidades y vínculos laborales- parece extenderse cada vez más por el mercado de trabajo de las islas. Las causas son perfectamente conocidas: dificultades para la conciliación familiar, inflexibilidad horaria, problemas de salud mental fruto del rechazo a las rutinas laborales, salarios tan bajos que a veces no consiguen garantizar al trabajador ni siquiera escapar a la pobreza, generalización de las ayudas públicas a los inactivos, desmotivación, y desvinculación emocional con la cultura del trabajo, o incluso cambio de lo que se entiende como búsqueda de la felicidad, una realidad que afecta especialmente a jóvenes millennial y centennial que no se sienten a gusto con lo que hacen.
No es un fenómeno del todo nuevo: tras el rechazo al empleo en la agricultura -el trabajo más duro que existe-, rechazo que se extendió por las islas con la generalización de la actividad turística y la vida urbana, y antes de que la pandemia trastocara completamente la percepción de miles de empleados sobre el valor de su propio trabajo, los empresarios del sector turístico –siempre en voz baja, por supuesto, porque censurar la mano de obra local es un tabú público- justificaban la contratación de personal extranjero no sólo en base a esa excusa recurrente que es la falta de formación en idiomas del trabajador de las islas, sino en el rechazo de los canarios a trabajar sirviendo a otras personas. La extensión de ese rechazo a más actividades –la construcción, por ejemplo, pero también el trabajo en oficinas y almacenes- es ya preocupante en las islas. El fenómeno de la renuncia laboral o big quit, de la que nadie habla aún con claridad en Canarias, provoca un impacto inmediato de los índices de desempleo y en la tasa de rotación laboral, porque miles de personas se cuestionan en las islas lo que hacen, y exigen cada vez más de sus puestos de trabajo, resistiéndose a recuperar la presencialidad y provocando un enorme deterioro en las empresas, y –mucho más aún- en unas administraciones públicas que cada vez más desatienden a los administrados. Y es en la esfera pública -donde el despido de un trabajador es tarea imposible- donde se debería estar librando la primera batalla por recuperar la moral laboral. Pero aquí nadie está por la labor. Absolutamente nadie.